Al igual que los protagonistas de los lienzos de Michelangelo Merisi da Caravaggio, los de Roberto Ferri se encuentran en crisis. Pero no diría yo tanto porque sus certidumbres y creencias -como los de los personajes barrocos- se hayan quebrado y fracturado sino más bien porque han sido olvidados. Están muertos.
En la mitología griega, el río Leteo se encontraba en el Hades y quien surcaba y bebía de sus aguas, se desprendía de su memoria. Iniciaba su transformación en sombra. Y esto es lo que comenzó a ocurrir con los dioses y mitos greco-romanos, siglos antes de que la nueva educación tecnológica casi los aniquilara definitivamente. Que a medida que comenzaban a ser retratados de manera vulgar y a interrelacionarse con el pueblo llano durante la eclosión de la pintura barroca, perdieron su halo refulgente. Se introdujeron en las tinieblas de un mundo alterado y en confusión y fueron saliendo de foco a medida que el dominio de la ciencia fabricaba un nuevo tipo de hombre que no necesitaba de explicaciones míticas y arquetípicas divinidades que controlaran su vida cotidiana.
Los lienzos de Roberto Ferri se introducen en el Averno. Surcan el Hades y plasman estampas de la vida de aquellos seres que antaño rigieron nuestros destinos. Captan su desesperación. La ceguera que los corroe. No importa que se encuentren reunidos junto a otros seres en medio de una estilizada composición manierista repleta de escorzos que podría representar una especie de bacanal o sueño dionisíaco. Cada uno de ellos está totalmente solo. Ausente de la memoria. Por lo que, en este caso, sus movimientos, al contrario de lo que ocurría en la era barroca (donde su desplazamiento en medio de la vida cotidiana advertía del derrumbe de los ideales y su caída del santoral pero no aún de su ocaso y desaparición) son más bien signos de supervivencia. Brazadas en el mar de la conciencia humana a través de las que intentan asirse a la vida. A un destino. Pues aunque el trazo del pincel de Ferri nos los presente omnipotentes y aguerridos, en realidad, están muertos. Viven y respiran a través de la imagen que fueron. En una habitación cerrada. Son pasado y no presente.
La incontestable presencia de las figuras retratadas por Ferri, en este sentido, es testimonio de ausencia. Tanto como su rigidez, rabia y orgullo lo son de privación, destierro e inexistencia. En suma, repetimos, de olvido. Un berrido frente a la indiferencia general. Ante una civilización que únicamente recuerda sus gestos para convertirlos en canon y moda. Pasarela artística en la que su capacidad subversiva queda aniquilada.
Ninguno de los personajes de Ferri, en cualquier caso, es un rebelde. La mayoría se encuentran demasiado preocupados por su extinción para articular una respuesta en contra de un sistema. De hecho, su problema no radica tanto en su necesidad de levantarse frente a una opresión sino en su imposibilidad de dejar descendencia. ¿Dónde están los hijos de estas figuras? Sí. Parece una pregunta delirante pero en absoluto lo es. Porque lo que acosa a estos estilizados cuerpos es su futura extinción. Su imposibilidad de dar fruto. Lo que los asusta es su escasa influencia. Que son sombra tras sombra a las que nadie mira como cadáveres exhaustos. Estatuas colocadas en medio de los pasillos de las ciudades cuyo contenido dejó de importar. Como la civilización greco-romana en su conjunto, han perdido su validez y pertinencia. Son invisibles e inconsistentes. Más bufones que figuras trágicas. Meros pliegues en la piel de un mundo que ha sobrepasado completamente el sentido y significado que pudieron tener. Y por ello no interactúan tanto entre ellos -aunque aparentemente pudiera parecerlo- sino con el destino. Con el futuro. El brazo invisible del mercado frente al que sus voces han quedado opacadas.
Y a este respecto, lo inteligente de la actualización de Ferri radica en haber sabido devolverles la vida centrándose sobre todo en sus gestos exteriores. Obviando su vida interior. Advirtiéndonos que la funcionalidad, el único sentido por el que aún son revividos y recordados, es por su sometimiento al diseño o la moda. Porque sirven como canon de modelo físico a Occidente.
Entre las figuras retratadas por Roberto Feri no existe el amor. Únicamente deseo. Pero no un deseo que asciende y puebla de energía sexual el cuerpo que se abraza y se acaricia en la oscuridad. No. Sino más bien, un deseo post-coital, un deseo post-orgásmico que tiene tanto que ver con el hastío tras la satisfacción plena como con la ausencia de líbido ante músculos y carnes que antaño provocaron un torbellino de pasiones. Un deseo artificial que es producto de una mirada previamente codificada que acaba desfigurando y convirtiendo estos cuerpos en pantomimas.
No es difícil, por otra parte, considerar estas figuras como parte de una ácida crítica a la Italia de Berlusconi. Esa Italia post-Pasolini consumida por el reflejo y retrato de su época imperial que vive imitando su antiguo esplendor. Incapacitada para emitir un nuevo grito de guerra que haga perderse para siempre ese mundo de antaño cuyo peso y poder incapacitan la fundación del «ahora»: un tiempo sin narcisismo, sin crimen y sin el habitual expolio económico y sexual que evite caer en las mieles nihilistas. Esas fieles aliadas del consumismo. Shalam
من تسمّع سمِع ما يكْره
Los enemigos están destinados a encontrarse en un camino estrecho
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