El fotógrafo búlgaro Lyubomir Sergeev es de los escasos artistas actuales que me transmite alegría. Consigue que me divierta. De hecho, estoy convencido de que, de ser Dj, sería uno de esos capaces de levantar la libido colectiva y evitar cualquier conato de resaca y que, de ser un cineasta, se dedicaría a filmar cortos surreales llenos de hilarante humor y guiños cómplices.
Basta mirar una de sus fotografías para sentir una explosión de color y de frescor en el rostro. El sabor de un chicle de menta convertido en una pieza de arte. Sus obras son inusuales y originales. Poseen la textura de una Polaroid mezclada con el aroma de la publicidad contemporánea. Son parecidas a una canción de Pet Shop Boys sonando en medio de las salvajadas cinematográficas de Emir Kusturica. Un temazo de Italo Disco lleno de trallazos punk. Un film de arte y ensayo sobre las relaciones sexuales en Ibiza y Mikonos. O a un relato gótico narrado por una de las ambiciosas, bellas protagonistas de series de tv tipo Dinastia o Dallas. Frivolidad canalla y etérea.
Las fotografías de Sergeev forman un amplio crisol de postales repleto de tonos pastel, realismo sobreactuado y majestuosidad acaramelada sobre esa parte del mundo occidental que, desde hace tiempo, es ya un apéndice de La venus de las pieles. Se encuentra dominado por las mujeres no tanto debido a una noción de justicia e igualdad instalada en la sociedad sino porque el triunfo de la dominatrix y el retorno al imaginario colectivo moderno del reino de las amazonas o de Cleopatra es lo que más favorece al poder. Razón por la que el gran protagonista de las obras de Sergeev es el núcleo femenino. La misteriosa y sutil femineidad animal. Oscura, ambigua, atractiva, bella y salvaje frente a la que los hombres apenas pueden actuar más que mostrando sumisión o manteniéndose pétreos. Acosados por la violencia, ímpetu y soberbia con que clítoris y senos alzan el vuelo por los avenidas del mundo moderno. Imponiendo la ley de la belleza frente a la de la guerra, a medida que se termina de construir el castillo de la ambigüedad contemporánea, producto en parte de la destrucción de la virilidad.
Sergeev retrata a Caperucita controlando a su antojo a los lobos; las niñas convertidas en Lolitas; Cenicienta y Wendy transformadas en mariposas nocturnas a medio camino de una mujer vampiro, un reptil, una sex simbol y una oscura ambiciosa y mujer de negocios; a Blancanieves y Alicia casi como si fueran prostitutas de la fantasía; y a las brujas vistiéndose con trajes elegantes de llamativos colores para celebrar el retorno de Lilith.
Un banquete vaginal del que el hombre parece excluido ya sea por su sexualidad primitiva, su incapacidad para trascender, modificar su rol o la violencia con la que las políticas de género lo han obligado a replegarse, culpabilizándolo de los males de la humanidad. Convirtiéndolo ahora en chivo expiatorio que debe suavizarse y controlarse para adaptarse a la gaseosa sociedad de la levedad. Esa donde la violencia no se ejerce a través de gritos o puñetazos sino a través de formas más sutiles. Digamos, más femeninas, que imposibilitan todo conato de rebeldía. Transformando la revolución en un valor muy poco cool y la obediencia y servidumbre varonil en un estímulo erótico irresistible. A Donald Trump en un villano y a Hillary Clinton en una heroína. Los soldados que van a combatir al frente para defender su país en un símbolo de malsana violencia y a una ama de casa en una víctima eterna.
A pesar de su barroquismo sofisticado y los tonos apastelados en que disuelve los sombríos trazos góticos hay, de todas formas, mucho salvajismo en las fotografías de Sergeev. Pero, eso sí, obviamente, muy estilizado. Sublimado artísticamente.
Algunas de sus instantáneas podrían formar parte, por ejemplo, de un film dirigido por Quentin Tarantino o Robert Rodríguez desarrollado en Bulgaria o Rumania. Entre los vestigios del Imperio Bizantino. Otras, mismamente, de una recreación de los films del género Giallo llevada a cabo por Paolo Sorrentino. Y otras tantas, haber sido realizadas por un cineasta influido tanto por Tim Burton como por Douglas Sirk. Un hombre violento al que le dan más miedo y respeto unos senos que un puñetazo. La sonrisa esquiva de una mujer que las lágrimas de sudor corriendo por el cuerpo de un hombre. Las manos sedosas de las princesas que las violentas espadas de los guerreros mongoles o los relatos sobre cruentas, antiguas batallas.
No obstante, y a pesar de todo lo dicho, tengo la impresión de que Lyubomir Sergeev se encuentra siempre riéndose de sí mismo y del espectador. Que, en realidad, más allá de la obvia fascinación que siente por las mujeres bellas, se mofa del feminismo, del machismo o de la teoría de géneros. Y que lo único que desea es disfrutar y hacer disfrutar al espectador de sus obras. Algo que se puede percibir en lo serio que se toma las ambientaciones y el colorido de las historias.
De decorar una discoteca, por ejemplo, creo que tendría mucho cuidado y pondría mucho empeño en el rojo de las paredes y los reflejos de las bolas brillantes sobre el suelo. Y que, probablemente, de conocerlos, fuera fan de Calvin y Hobbes.
De hecho, más que un fotógrafo kitsch, lo considero un performer. Pienso que lo que lleva a cabo son fotografías performáticas. Y que lo que intenta retratar es a la frivolidad caminando. El momento en que el lujo se convierte en poder. Posición política avasalladora que no seduce por las armas sino por la belleza. Y el instante en que el arte acaba transformado en publicidad. Ese mundo en que toda la inspiración y el dinero se encuentran al servicio del comercio y el placer se ha convertido en una necesidad donde los hombres y las mujeres compiten no tanto por ocupar una posición lo más elevada posible en la escala social sino por ganarse el enorme privilegio de conseguir ser los primeros en dar la orden para que el Planeta Tierra se destruya de una vez. Shalam
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