La caída de los malditos no es un lienzo. Es una explosión. Una bomba pictórica. Una relectura en clave barroca de La Sagrada Familia de Miguel Ángel realizada por Rubens con tanta fuerza y convicción que es prácticamente canónica. Pues transmite perfectamente el caos y desorden de los territorios infernales. El cuadro es un monumento al presente. Porque las almas no han caído ni van a caer sino que están cayendo. No han sufrido ni van a sufrir sino que están sufriendo. Y lo están haciendo ahora mismo. En este mismo momento. Lo que transmite una impresionante sensación de revoltijo agónico. Dota de trascendencia a la repugnancia y a la descomposición e infunde un soberano respeto al vicio. A los peligros a los que el pecado aboca. Ya que, en realidad, más que espíritus, contemplamos cuerpos. Trozos de carne desnudos incapaces de dominar sus deseos, lujuria y convicciones criminales.
El pintor flamenco es religioso pero no se le escapa ni un solo michelín o flatulencia. Y tampoco ninguna excrecencia. Es monumental, sí, pero también terrenal. Llena de arena negra, niebla y putrefacción el infierno y lo transforma en un campo de batalla. Su lienzo tiene aroma a guerra. A batalla campal. Pero también posee solemnidad. Es realmente un delirio. Porque destroza la concepción renacentista del mundo y en el fondo, refleja el triunfo de la sinrazón y la enorme salud de la decadencia. El tremendo vigor del ocaso.
La caída de los malditos es un gran retablo sobre la confusión. Una enorme borrachera artística. La apoteosis de la destrucción. Un pulso con el clasicismo que Rubens ganó al primer tirón. Porque tanto el romanticismo como gran parte de las obras malditas y realmente valiosas de los últimos siglos le deben más a él que a Miguel Ángel por la misma razón que el arte en general acostumbra a florecer más a la sombra de Dionisos y el ocio nocturno que a la del equilibrio y la dignidad.
En realidad, Rubens no pinta la noche sino que la llena de colores. Lleva a cabo un festín pictórico con el mal. Transforma un acontecimiento lúgubre en una comilona pantagruélico que por momentos parece un homenaje al vicio y la locura. A las fuerzas destructivas humanas. Su lienzo, sí, no es dogmático. No es tanto la descripción de un acontecimiento religioso que busca aleccionar al vulgo sino un sueño. Una corrosiva pesadilla. Una parábola sobre el castigo descrita no con ánimo mortuorio sino con la pasión con la que se viven los romances frugales: con intensa, avasalladora fuerza sexual. Shalam
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El sueño alivia las miserias de los que sufren despiertos
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