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Joe Coleman: siempre estamos cerca de los muertos

Nov 30, 2018 | 0 Comentarios

Joe Coleman es uno de esos artistas que echan fuego por la boca. Uno de esos escasos hombres que emiten constantemente adrenalina por los poros y convierten en una aventura peligrosa y arriesgada todo aquello que emprenden. Uno de esos neuróticos extremos que han transformado tanto sus obsesiones y dolores como las mezquindades del ser humano en temas universales.

Ciertamente, su arte es tan interesante y brutal como su personalidad. Porque este profeta de la ira no desentonaría, desde luego, haciendo el papel del diablo en una nueva versión cinematográfica de El corazón del ángel. Es alguien tan instintivo, visceral y auténtico que hace de cada una de sus apariciones, rituales.

Escucharlo hablar, desde luego, impresiona. Pues se percibe que Coleman es uno de esos seres que están en contacto, desde su infancia, con fuerzas oscuras y han traspasado hace tiempo los límites y fronteras que separan el bien del mal. Es un animal creativo. Un mago negro. Un pirata artístico. Un católico aterrorizado de su nihilismo que expulsa constantemente sus demonios. Uno de los escasos hombres que creo que podría haberse puesto frente a G.G. Allin y obligarle a callar y guardar respeto.

Considerar a Coleman únicamente un pintor es un error. En realidad, como creo haber dejado claro, su personalidad es tan interesante como sus creaciones. Coleman no es Kafka. Un ser gris con un mundo interior desbordante. Es un hombre cuya vida ha sido tan extrema como su arte. Basta ver su mansión done tiene un compendio de objetos «maravillosos» que podrían perfectamente pertenecer a un ocultista del siglo XIX. Un grotesco, desmesurado conjunto de antiguallas, animales disecados y piezas de orfebrería que cabrían perfectamente en un museo de la extravagancia y la locura. En uno de aquellos misteriosos gabinetes de curiosidades que se hicieron célebres en siglos pasados.

Además, Coleman se dio a conocer masivamente por sus impresionantes performances. En ellas interpretaba el papel de un sacerdote -el profesor Mombozee-o- que, en cierto modo, era un reverso tenebroso de sí mismo. Un hombre que clamaba furioso contra el mundo y exigía plena responsabilidad a su público para asumir sus errores y apagar los fuegos del infierno terreno. En estas airadas actuaciones solía aparecer con dos (o varios) ratones en las manos. A uno (que identificaba con su madre) le mordía la cabeza salvajemente y, a continuación, masticaba sus pedazos como señal de aceptación y, por el contrario, del otro (que identificaba con su padre) escupía sus restos como símbolo de rechazo. Exponiendo públicamente su relación conflictiva con su ancestro paterno -un antiguo combatiente en la Segunda Guerra Mundial- del que no había recibido más que odio y aversión y su relación de cariño hacia una mujer que sí le había dado el amor que necesitaba. Aunque, a cambio, le había hecho un tanto dependiente afectivamente del sexo femenino. Un ser temeroso de las tantas veces inevitables separaciones.

En cualquier caso, Coleman era un rayo en el escenario y no contento con su famoso número de los ratones, tras imprecar a quienes le rodeaban con aires proféticos, acostumbraba a encender unos cuantos cohetes y explosivos que llevaba pegados a su cuerpo y hacía estallar entre el desenfreno y la estupefacción general. En gran medida, todo ese espurio show se encontraba controlado, pero si se hubiera cometido un pequeño error, Coleman hubiera sufrido lesiones muy graves. Un riesgo menor y sin importancia, supongo, para un señor que sentía la necesidad de expulsar sus demonios públicamente día sí y otro también y creó maravillosas performances que hubieran encajado perfectamente en cualquier capítulo de Twin Peaks, Deadwood o Carnivale.

De hecho, su intensidad e implicación eran tantas que no ponía frenos a su imaginación y deseos. En una ocasión, por ejemplo, ideó una performance en la que aparecía en el escenario diseccionando a una oveja. Un ritual que, una noche en concreto, casi acaba con sus huesos en la cárcel puesto que se incendió accidentalmente el pecho y cuando llegó la policía confundió el bulto que formaba el animal en el techo con una bomba.

Obviamente, con el tiempo, Coleman ha tendido a la moderación. Pero sus actuaciones continúan siendo salvajes y, en cierto modo, impredecibles. Hay un mundo entre las que él realiza y las tímidas poses intelectuales que llevan a cabo la mayoría de pintores que se atreven a salir de su zona de confort. Ahora, eso sí, se conforma con emitir chillidos de furia mientras decenas de hologramas de sus obras de arte son proyectadas en su cuerpo. Aunque, obviamente, si tiene la oportunidad, no duda en retozar con una stripper en el escenario o pasar un cuchillo por sus manos insinuantemente.

Siendo, no obstante, la performance un arte instantáneo, es obvio que a Coleman se lo valorará, ante todo, por su pintura. Un arte en el que, sin dejar de escandalizar, ha demostrado ser un maestro. Un artista extremadamente original. Su cuidada y metódica técnica lo acerca, por ejemplo, a los miniaturistas medievales de quienes reconoce sentirse cercano pero también a los maestros del cómic norteamericano. Existen ciertos aspectos además en sus lienzos que hacen rememorar ciertos murales y obras de arte mexicanas y otros que hacen pensar en los barrios llenos de chicanos, negros y emigrantes que hay en algunas ciudades de EUA donde tan fácil es encontrar personas que hagan vudú como músicos ambulantes que toquen la guitarra con la destreza de Robert Johnson y muevan los pies con la soltura de un profesor de Charleston.

En realidad, hay pocos pintores más rockeros que Coleman. Yo, en concreto, observo uno de sus lienzos e, inmediatamente, veo aparecer el tupé moreno y grasiento de Willy Deville entre los frescos colores de la tela y escucho a un bluesman entonando una canción que narra un pacto fáustico o un tema escabroso y excitante de The Cramps.

No obstante, hay muchos más aspectos interesantes que lo hacen, ciertamente, inclasificable. La composición de muchas de las escenas que retrata recuerda a la de ciertos artistas holandeses barrocos. Aunque para ser más exactos, habría que definirlas como un cruce entre los retablos de El bosco o Brueguel el viejo, las viñetas de Robert Crumb y Gilbert Shelton, los retratos pop sobre zombies y los carteles de circo o de películas de serie B norteamericanas. Una locura verdaderamente única que justifica por sí misma el que Iggy Pop, Johnny Depp o Jim Jarmush se encuentren entre los coleccionistas de una obra que huele a basura y a cenizas. Es el retrato del infierno en la tierra. Una visión caleidoscópica de los demonios invisibles que rodeaban al protagonista de Taxi Driver, Travis Bickle, en su recorrido por las calles de Nueva York y de los fantasmas que empujaron a Edgar Allan Poe al alcoholismo y que vuelan libres por films como Creepshow.

La obra de Coleman es tan rica que da para varios averías. Pero, en verdad, resulta imposible aludir a ella sin mencionar sus retratos de psycho-killers. La fijación que por estos macabros personajes siente un artista que, como muchos músicos, escritores y cineastas norteamericanos, los considera parte esencial de su cultura. No un desecho sino posiblemente un condimento que la explica y sin la cual no estaría completa. En verdad, creo que para Coleman la enfermedad de estos psicópatas es un pasaporte a la realidad. La aguja que pincha el globo del sueño americano. El puñetazo de verdad que necesita el ciudadano medio de su país para despertar. La excusa perfecta para olvidar el consumo y la ambición.

Coleman los retrata frontalmente. Penetrando en su psique y enfrentándose a sus fantasmas. Mostrándonos tanto al monstruo como al ángel. Aunque, sobre todo, pone el énfasis en la persona real. Ese ser lleno de traumas y miedos que podríamos haber encontrado bailando en una discoteca o a la vuelta de una esquina y que no se diferenciaba en mucho aparentemente de un vulgar ciudadano.

También, por otro lado, es muy interesante (y seguramente justa) la visión que tiene Coleman de Cristo. Un dios que debía encontrarse cómodo entre los maleantes, ladrones y asesinos pues era considerado una amenaza social. Un peligroso charlatán cuyo objetivo era derrocar a los poderosos al que, obviamente, estos deseaban machacar, destrozar. Razón por la que el artista norteamericano no busca su figura y efigie en las iglesias sino en los barrios de los desamparados. Junto a los drogadictos que se sumergen en las cavernas sociales y los desheredados: la pareja que es desahuciada de su apartamento, el joven que roba un supermercado y el asesino que, desesperado, empuña una pistola en un banco para salvar a su familia de la marginación. Lo plasma, por lo tanto, en medio de ese infierno cotidiano en el que es crucificado diariamente por los demonios de la miseria y el egoísmo. La usura diabólica.

En cualquier caso, Coleman es un personaje tan grande que cualquier análisis racional se queda corto para definirlo tanto a él como a sus creaciones. Es, sin ir más lejos, uno de los pocos artistas que ha reivindicado con orgullo el uso de la heroína en contra de la marihuana y otras drogas mucho más paranoicas. Y es también otro de los escasos creadores que no se avergüenza de sus estallidos de ira en los escenarios a los que considera partes indisociables de su ser y no un pecado de juventud.

Además, se ha burlado de todos los estereotipos posibles. Fue un inadaptado en su adolescencia durante la que visualizaba obsesivamente imágenes de su film favorito: Freaks. Pero, a pesar de su tendencia al aislamiento y a la aversión social, no ha dudado en carcajearse del enfermizo victimismo contemporáneo. De hecho, ha jugado a ser minusválido con el mismo desparpajo con el que desempeñó en su juventud diversos trabajos alimenticios. Y, asimismo, le ha dado un realce inusual al físico en sus lienzos hasta el punto de que creo que la carne -por encima del alma- es la gran protagonista de muchos de ellos. Por lo que se ha convertido en uno de esos raros hombres de los que podemos afirmar que es una obra de arte en movimiento. Un ser humano ante el que el mismísimo Friedrich Nietzsche se hubiera postrado al reconocer en él El MISTERIO DIONISÍACO TOTAL. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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