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El futuro del No future

Jul 8, 2016 | 0 Comentarios

Pienso que las creaciones artísticas del polaco Sigmar Polke incidían en un hecho concreto: la pérdida de nuestra capacidad de mirar. De distinguir lo esencial de lo circunstancial.

En prácticamente todas sus obras percibo una desconfianza casi visceral hacia el ser humano. Una certeza de que hemos sacrificado y seguramente corrompido el futuro a cambio de nuestro presente. Algo que provoca que sus textos visuales no terminen de adscribirse a un estilo concreto. Jueguen tanto con el pop art como con el expresionismo y el arte político pero comiencen a temblar y difuminarse cuando se los intenta encasillar en cualquiera de estos cajones.

Existe cierto cansancio en la mirada de Polke. Cierta lejanía que probablemente proceda de haber nacido y haber sido criado en un país del bloque comunista pero también de una percepción frontal y lucidez de la absoluta decadencia de Occidente. De tal forma que las criaturas retratadas por sus ojos por lo general parecen estar muertas. Ser cadáveres. Como si Europa fuera un inmenso cementerio y la inmensa mayoría de sus ciudadanos, ancianos prematuros. Consumidos no tanto por su -valga la redundancia- necesidad de consumir sino por su seguridad. Su necesidad de certezas incontestables.

Percibo también en el arte de Polke un humor macabro y casi festivo. Como si en el fondo no sufriera tanto con los estertores del capitalismo sino que se divirtiera con su ocaso y deseara que tanto su largo y extenso epílogo como su perversa dominación concluyeran de una vez para que los ciudadanos de Occidente tomaran conciencia de que no sucedería nada grave por ello. Tanto es así que sus críticas al poder no me parecen tanto frontales puñetazos terroristas, potentes misiles deseosos de hacer explotar todo, sino incisivos ganchos a los que les basta resquebrajar las paredes para percibir las debilidades del pensamiento totalitario económico.

Intuyo en Polke a un anárquico creador fatigado de las etiquetas. Un visionario social que no cree en dios y se dedica por ello a mistificar la realidad que le rodea. Degradarla y deformarla para sentirse cómodo en ella. De hecho, puedo visualizarlo perfectamente caminando con los ojos entrecerrados para transformar de algún modo el mundo con el fin de poder artísticamente imponer su mirada. O al menos, insinuarla. Porque Polke pinta como quien susurra. En voz baja. A través de gestos sutiles. Tímidas llamaradas con las que invita sugerentemente al espectador a acceder a las habitaciones vacías del mundo contemporáneo. El mundo espectacular y performático.

Muchas veces, tiene uno la impresión de que Polke entiende las obras de arte como un ballet. Que lo que desea es que dancen alrededor del espectador inquietándole con un sinfín de preguntas. De hecho, este es el título que daría al conjunto de su obra: La interrogación continua. Aunque tal vez sea mucho más adecuado el siguiente: La respuesta imposible. Ante todo, porque sus creaciones se mueven en un terreno difuso. Borroso. Un pantano intelectual que -aunque se nutre de ellas- descree de la vanguardia y la modernidad y, por tanto, no permite responder con precisión al semillero de dudas que una visión amplia de sus textos visuales plantea. Tal vez porque Polke muestra de un tirón el cansancio y sempiterna frustración del arte moderno. Su agarrotamiento y sinsentido detectado por el público en general y puesto de manifiesto unilateralmente incluso por artistas y críticos. Y es aproximándose con levedad a esta sincera exposición de su gran derrota, ese fracaso que frustra cualquier aspiración trascendente, que se atreve a ir sembrando puentes, semillas que desbloquean miradas, transmiten experiencias imprevistas y lentamente, van configurando un mundo de sensaciones donde se respira cierto alumbramiento de lo maravilloso e irreal.

Destrucción y belleza caminan de la mano en las obras de Polke. Al igual que fantasía y muerte. En ocasiones, recurriendo a comparaciones literarias, sus pinturas me hacen rememorar la exaltación de Nabokov cazando mariposas y en otras, me recuerdan a un Bernhard sepultado en una olla de agua caliente donde sobrevuelan páginas de Alicia en el país de las maravillas y un sinfín de obras de arte modernas. Un cruce entre un escritor de novelas de terror y un pintor enamorado del ocaso cósmico.

En cierto modo, Polke describe el amanecer y el anochecer totales provocados tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Recoge las voces pesarosas de los desterrados, los jubilados, el ruido procedente de los telediarios y televisores y la ahogada desesperanza juvenil. En suma, permite visualizar ese alarido industrial que hace perecer las aldeas y contribuye a fortificar la actual colmena solitaria que, por otra parte, genera el caos e incertidumbre necesarios para que el arte emerja y se convierta no tanto en refugio sanador sino en vía alternativa. Camino de hierro celeste para encontrar luces, destellos en medio de la noche tecnológica.

A Polke, el reconocimiento le llegó tarde porque era un artista paciente. Un señor que probablemente disfrutaba de un café, una puesta de sol o las correcciones y retoques de las obras que creaba. De hecho, lo vislumbro como un agricultor del arte. Un sembrador que se encontró de frente con el mundo moderno e intentó que su mirada sobreviviera dentro de esa orgía continua de aterradoras sombras económicas.

Sus obras de la última época atestiguan que lo hizo y a lo grande. Porque, finalmente, consiguió llegar a las alturas. Plasmar la sonrisa de los dioses y los ángeles en medio de esos cielos nublados bajo los que millones de seres humanos lloran aterrados por la destrucción de Siria, Irak, Libia o Sarajevo y se masturban continuamente con sus propios quejidos mientras se escuchan voces de ultratumba procedentes de sus computadores, televisiones o familias. Es decir, que logró vislumbrar o más bien anticipar al fin, sí, el futuro del No future. Shalam

إِنَّ الشَّقِيَ بِكُلِّ حَبْلٍ يَخْتَنِقُ

Si quieres comer pan no permanezcas sentado sobre el horno

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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