Probablemente, uno de los primeros adjetivos que acuden a la mente cuando se observan los lienzos del pintor polaco Zdzislaw Beksinski sea el de kafkiano. Pero si únicamente fuera por este motivo, no me habría fijado en él puesto que, en cierto modo, este calificativo ha llegado un momento en que resta más que suma. E incluso disminuye la personalidad del artista al que se le aplica. Cuando, en realidad, Beksinski anda sobrado de esto último. Tanto es así que pareciera que hubiera que abrir una nueva categoría para referirnos a su arte: un espectro que une y conjuga las antiutopías de nuestras sociedades modernas con las visiones del horror ritual procedentes de los textos clásicos y las civilizaciones del pasado. Una sombra que crea un espacio neutro donde el lado oculto de la humanidad, las partes de su inconsciente colectivo negadas o reprimidas, son expuestas sin ningún tipo de censura o barrera. Desde las matanzas cometidas en la Segunda Guerra Mundial hasta las torturas y muertes religiosas o las injusticias cometidas contra los pueblos por parte de políticos necesitados de barbarie, incultura y hambre para ejercer con mayor eficacia su mandato y cometido: imponer el reino del «diablo» en este mundo.
El castigo permanece, el lado oscuro prevalece, nos sugieren estas obras post-apocalípticas. Lienzos que parecen haber surgido tanto de la devastación resultante de una explosión nuclear como del miedo a que se produzca. Y que, por tanto, nos animan a realizar una incursión por los estertores y cloacas del cerebro humano y descubrir las fuentes y raíces de la oscuridad. Un mar de fondo negro que el artista presupone eterno. Y como la luna, se nos impone, dictando sus propias y caprichosas reglas contra las que apenas podemos actuar.
Beksinsi nos presenta el mal no como algo ajeno a nosotros sino como parte íntegra de nuestro ser. Una alargada mancha cuya fuerza radica en la imposibilidad que tenemos para entenderla o razonar. Motivo por el que supongo no titulaba sus lienzos. Todos ellos son ya no parte del mal, sino el mal mismo. Esa tenebrosa potencia cuyos garfios alcanzan cada recodo de la existencia y es en sí misma, una experiencia religiosa. Una manifestación divina esencial para alcanzar el éxtasis sin cuyo conocimiento, los seres humanos no pueden trascender. Superarse a sí mismos. Descubrir lo «sagrado».
Lo verdaderamente imponente de los retratos de Beksinski, por tanto, radica en la naturalidad y absoluta frontalidad con la que ha captado la esencia «diabólica». Cualidad que hace que me sienta sumamente incómodo escribiendo sobre estos lienzos que fueron creados para experimentar el mal en su presencia, y no tanto para ser comentados. Estoy convencido, de hecho, que sus inquietantes dibujos son mucho más proclives a realizar narraciones o poemas que los ilustren que a efectuar, como acabo de indicar, cualquier tipo de análisis crítico. Y si he decidido dedicarles un avería, se debe a que sentía la necesidad de recurrir a imágenes para explicar lo que para mí representa este libro. Puesto que no tengo dudas que, de poder escoger una ilustración como portada de la novela, cualquiera de las colocadas aquí, me parecería ideal. Sobre todo, por la naturalidad con la que Beksinski logra captar las situaciones más delirantes y absurdas. Que entiendo, encaja perfectamente con el tono grotesco, socarrón y diabólico de mi novela.
Al fin y al cabo, La risa oscura es un libro nocturno, lleno de eclipses, tormentas y océanos de algas sobre cuyos cielos merodean cuervos y buitres. Un texto donde las personas se asemejan a insectos, Mario Bellatin es un cruce entre un monstruo y un santo, las ciudades se encuentran derruidas, viejos maestros recitan espeluznantes cantos para superar las hambrunas, y Aleister Crowley, Frida Kahlo o Franz Kafka viven experiencias límite que nadie, ni siquiera ellos, alcanzan a comprender.
Broma jocosa y monstruosa, La risa oscura se parece a los lienzos de Beksinski. Un artista que retrata dos calaveras besándose o a un soldado muerto que parece que va a ponerse a fumar en cualquier momento, con gran sencillez. Un factor este muy importante para comprender dónde radica el interés del libro: haber narrado una historia inverosímil con tal nivel de extremismo que finalmente, se presenta ante el lector como si se tratara de una incuestionable verdad. Una certeza imposible de negar que se jacta y enorgullece de retratar con serenidad el abismo y el caos. Ese mundo repleto de cráneos rotos, profetas locos y perros rabiosos entre los que se desplazan los excéntricos protagonistas de una narración cuyo ambiente rememora ciertos paisajes centroeuropeos, aunque su línea argumental se desarrolla casi en su totalidad, en Lima, México y un monasterio japonés cercado por todo tipo de sectas infames.
Enajenados y casi esclavizados, los ciudadanos occidentales cada vez nos parecemos más a cobayas dejados de la mano de Dios. Hace tiempo que el espíritu santo se fue de nuestro cuerpo y que somos muñecos fúnebres de una triste Navidad sin regalos. Siendo en este sentido, los lienzos de Beksinski absolutamente visionarios de esta situación. Un sombrío, mudo retrato de cómo el poder, desde tiempos inmemoriales, ha dominado la conciencia humana. Construyendo muros, ciudades donde apenas habitan espíritus raídos y marionetas inmóviles que anuncian el ocaso de nuestra era si no despertamos ya. Un augurio funesto que el inquietante protagonista de La risa oscura, un viejo maestro llamado Farabeuf, se encargará de recordar, moviendo sus manos en aspa, a lo largo de todo el libro, a sus 101 discípulos. Shalam
وعاد بِخُفّيْ حُنيْن
Si quieres miel, no des puntapiés sobre la colmena
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