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El aceite

Oct 24, 2017 | 0 Comentarios

Paco Rabal fue la espiga y el trigo del cine español. Un hombre para el que la industria cinematográfica era lo que para el agricultor sus campos: un pedazo de su alma, una arruga de su frente o cualquiera de las líneas de su mano. Tengo la impresión de que Paco Rabal consideraba familiares a los profesionales con los que trabajaba y que abría su corazón a cualquier persona que fuera honesta. Como actor, tenía una naturalidad tan grande que nunca parecía interpretar sus personajes. Los hacía suyos sin grandes esfuerzos, como quien se pone unos pantalones o calienta unas castañas.

Paco Rabal fue un actor reputado en Europa. Trabajó con algunos de los directores más sofisticados de su época -Visconti, Rivette, Antonioni- pero sin embargo, no perdió nunca su autenticidad. Su imagen es un tatuaje de la España atemporal. De los campos llenos de limoneros y naranjos de Murcia y de aquellos ríos andaluces donde se refrescaban los mozos durante los calurosos veranos.

Su voz profunda, rocosa y curtida lo mismo podía servir para interpretar a un vividor, a un navajero, a un mendigo o a un ganadero que a un pintor señorial o a un conde castellano. Lo que es seguro es que impresionaba. Bastaba escucharla para tomar conciencia de que no era una persona más aunque él disfrutaba confundiéndose entre el pueblo; bebiendo vino tinto y saboreando unas rebanadas de pan con tomate y queso de oveja en buena compañía. Era una voz que transmitía de un solo golpe la memoria ancestral del pueblo español. Una voz que parecía proceder de las calles del Madrid de los Austria, de cualquiera de los barcos fletados en el puerto de Sevilla con dirección a América o de una de las novelas picarescas escritas en España durante el Barroco. Una voz directa, callejera y a la vez, suntuosa. La de quien ha vivido varias vidas en una y es amigo indistintamente del diablo y de dios.

A Francisco Rabal le sentaba tan bien un traje caro como un gabán de vagabundo. Aunque realmente, costaba imaginárselo demasiado tiempo guarecido en su hogar porque era un hombre de la calle. Un actor instintivo. Su lugar estaba en las barras de los bares, los túneles de un ruedo o el centro de una feria. No en vano, era hijo de un minero y una molinera y de niño se vio obligado a emigrar a Madrid. Ciudad de la que tendría que partir forzosamente en medio de los bombardeos provocados por la Guerra civil. Un enfrentamiento fratricida que dejó cicatrices imborrables en su alma pero que, debido a su temperamento pasional y su visceral personalidad, no lo traumatizó sino que lo hizo probablemente más consciente de la frágil y estúpida condición humana y de la necesidad de vivir la vida al límite y en lo posible, sin rencores. Algo lógico porque, ante todo, era un hombre inteligente. Alguien al que el adjetivo grande se le ajustaba como un guante. Un hombre culto y humilde a la vez. Un patriarca pícaro, libre y vividor que no cesaba de trabajar, transmitía una sabiduría de siglos con su mirada y transformaba en rezo, cada verso que leía de un poeta español.

Francisco Rabal, de hecho, era la encarnación del tremendismo hispánico. Representaba la trascendencia del hombre común. Era un trozo de tierra ibérica transformada en un pedazo de carne y un corazón tan ancho que no cabía en un estadio de fútbol. Era la raza y la sangre. El sueño infinito de la República. Una persona que, de tan terrenal, como comprendió Buñuel, era surreal. Un mezcla entre un poema de Rafael Alberti lleno de olivos y claveles y una  paloma dibujada por Picasso. Una combinación imposible entre un toro y un roble, un mendigo y un señor.

Paco Rabal legó tantas interpretaciones memorables que me parece innecesario rememorarlas. Aunque sí me gustaría señalar que sus intervenciones no es que hicieran creíble las películas en las que apareció sino que, más bien, las hizo verdaderas. Su mérito fue contribuir a convertir la pantalla de cine en la realidad pues no había separación entre él y su papel. Dos palabras suyas bastaban para pegar al espectador en sus asientos. Situarlo en un pueblo perdido manchego, la cruda y perversa realidad de un prostíbulo o en un monasterio ascético. Al fin y al cabo, llevaba en sus labios el sabor a aceite de oliva de la tierra española, en su tez el aroma de un pan tierno y en sus manos rugosas, piedras negras procedentes de uno de aquellos valles por los que Sancho Panza montó a su burro. Y su personalidad era tan arrolladora que, con un vistazo de sus ojos tristes, un capón y un sermón de tan sólo unos segundos -«Así que el niño quiere ser independiente. ¿No te das cuenta, Pepe, que te están engañando como un tonto; que vas a traicionar a tus hermanos?»- le bastaría para frenar el ímpetu de cualquiera de los cegados independentistas empeñados en partir y destruir de nuevo su España por un puñado de monedas. Esa España cuya gloria, hechos trágicos, sufrimientos, saber vivir y contradicciones llevaba inscrita como un sello en su mirada. Shalam

إِنَّ اللَّبِيبَ بِالإِشَارَةِ يَفْهَمُ

Es una gran locura de la vivir pobre para morir rico

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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