Ayer volví de la República Dominicana y mi alma sufre porque cualquier viaje, aunque sea de ocio y descanso como el que acabo de realizar, provoca distorsiones, rupturas y desgarros. Los viajes son drogas. Se vuelven adictivos tras un período de adaptación. Hace tiempo que me mareo y suelo enfermar cuando viajo. Creo que porque me he convertido en un yonki de la escritura. Si no escribo ni leo, me siento fuera de lugar, perdido, vacío, muerto. Triste y confundido. Sin embargo, a lo pocos días de haber roto con mi rutina habitual, suele ocurrirme que, lentamente, las conversaciones de los amigos, las playas, las nuevas aventuras o los rostros de las mujeres que van apareciendo comienzan a sustituir en mi mente a las imágenes de los libros y obras de arte. Se confunden con los recuerdos de otros tiempos y las frases de ciertas novelas y, poco a poco, empiezo a familiarizarme con ellos y pasan a formar parte de mi mundo interior. De ahí el descontrol anímico que experimento al separarme de ellos y volver al día a día.
Los nuevos paisajes, personas y amigos reencontrados no tardan en ser similares a los libros que habitualmente leo. Se convierten en personajes y metáforas de vida: heroína. Porque los viajes, como el arte, son droga. Una razón por la que vivir en un mundo que, normalmente, nos hace desear morir. Amar la muerte.
Lo malo de algunos viajes como de ciertos libros es que acaban. Un viaje nunca debería terminar como tampoco debería hacerlo un verdadero libro. Anteriormente, las depresiones eran anunciadas por unas leves lluvias que avisaban de la conclusión del verano y ahora, por los cristales pequeños de un avión o un pasaporte a punto de caducarse. Leer es olvidarse de uno mismo y viajar, recuperarse. Trabajar, por el contrario, destroza el mundo y el alma. Es una obligación criminal. Aunque, realmente, no estoy seguro. Debo reconocer que cualquier palabra que diga hoy, probablemente sea falsa o incierta porque volver de un viaje no es sano. Destroza el corazón y la psique.
Los individuos sedentarios crearon la civilización y de ésta nace y crece la neurosis. El que viaja no es neurótico porque no existe. Renuncia a ser humano. Se convierte en alma que vaga y no tiene enfermedades. Y si las tiene, se recupera de ellas para continuar viajando. El viajero ni muere ni nace, viaja. Está del «otro lado». Y, por contra, leer puede que sea también viajar pero con otros fines y objetivos: intentar averiguar por qué somos neuróticos. Algo lógico pues, al fin y al cabo, las lecturas sustituyen a los viajes y muchas veces los superan porque la enfermedad, por lo general, termina siempre imponiéndose a la vida. Shalam
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