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Jul 25, 2020 | 0 Comentarios

Bastaba mirar a Franco Citti unos segundos para vislumbrar intuitivamente los secretos que esconde el sur de Italia. El alma de territorios conflictivos pero llenos de vida y belleza donde la traición se paga con la vida y los lazos familiares sólo se rompen derramando sangre. Franco era romano pero podía haber sido perfectamente calabrés o napolitano. Sus ojos eran duros como las montañas sicilianas. Parecían siempre estar a punto de estallar al igual que los de los enamorados celosos o los de los ladrones y asesinos. Todos, al ver a Franco, comprendíamos que era un hombre que, ante todo, sabía lo que era la vida. Alguien educado en la calle con quien era más fácil hablar de cómo robar una cartera o un coche que de arte. Sin embargo, se labró un nombre como actor. Pasolini lo moldeó, lo liberó, le quitó complejos y, como si fuera Cristo, le animó a levantarse, caminar y expresarse sin miedo ante la pantalla. Un impulso que Franco tomó como un mandato puesto que rompió todos los límites expresivos en Accatone sin haber pisado un aula de arte dramático. Eso sí, vocalizaba tan mal (tenía al principio una tendencia a tartamudear) que tuvo que ser doblado en sus primeras apariciones. Algo que no le importaba a nadie porque su mirada, su presencia, sus rasgos, sus gestos transmitían con exactitud todo aquello su mentor cinematográfico buscaba: el alma ancestral de Italia, la cultura mediterránea y de los extrarradios romanos. Motivo por el que no sólo bordó sus papeles de proxeneta en la ya mencionada Accatone o en Mamma Roma así como el de guardaespaldas en El padrino sino que también destacó en intervenciones de mayor trascendencia como es el caso de Edipo Rey o El decamerón. 

Franco era tan violento y árido que creo que hubiera ejercido como modelo perfecto de un lienzo de Caravaggio o Salvator Rosa y, desde luego, hubiera interpretado perfectamente el papel de Caín. Tengo muy claro que si alguien con verdadera sensibilidad se hubiera atrevido a llevar la vida del personaje bíblico a la pantalla grande no hubiera existido nadie mejor que Citti para interpretarlo. Porque era la imagen de la inconsciencia y de la brutalidad. Podía pasar perfectamente por ser un hombre arrogante perseguido por una maldición debido a su orgullo. Era más el reflejo de un ángel caído y herido que de un hombre malo. Parecía alguien que había cometido un asesinato más por equivocación que por maldad; más consecuencia de su necesidad de sobrevivir o de problemas económicos serios que por crueldad, por más que su mirada transmitía resignación, rabia y deseos de venganza. Todos al verlo sentíamos que nunca se salvaría. El mismo parecía consciente de que terminaría ardiendo en el infierno. Y por eso transmitía tanta verdad y pureza en cada una de sus apariciones. Porque su alma no estaba contaminada de consumismo e hipocresía. Era auténtica. Rezumaba odio, resignación y depravación sin apenas esfuerzo. Con absoluta naturalidad. Porque Franco -y eso lo vio perfectamente Pasolini- era alguien callejero y vital parecido tanto a una copa de vino como a una navaja clásica. Era un pequeño diablo al que Satanás había traicionado y se había visto condenado a vivir entre nosotros.

Sin Pasolini, Franco se fue extiguiendo como actor. Porque Pier Paolo era más que un cineasta; mucho más. El vio en Franco o en Ninetto Davoli lo que Cristo detectó en sus discípulos. Extrajo de él su esencia divina. Esculpió su espíritu como un Miguel Ángel. Algo que ni Bertolucci ni el resto de directores italianos pudo lograr del todo y mucho menos los típicos realizadores anglosajones. Con el asesinato de Pasolini, por tanto, murió también el Franco Citti actor. Lo mejor de hecho que hizo durante el resto de su vida artística fue dedicarse a rememorar a su mentor e intentar esclarecer las oscuras razones de su muerte. Algo que en cualquier caso ya no importaba demasiado porque siempre tendrá su lugar en la historia del séptimo arte. Su rostro se encuentra unido al cine italiano de los sesenta, a la historia violenta de los pueblos sicilianos y a las calles de Nápoles de una manera tan profunda que no es posible imaginarse ciertos barrios y toda una época cinematográfica sin su presencia; sin su espíritu lleno de carne y sangre tan parecido al de un pandillero y al de un airado ángel rebelde. Shalam

الحب يجعل الوقت يمر. الوقت يمر الحب

El amor hace pasar el tiempo. El tiempo hace pasar el amor

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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