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Plantas

Mar 22, 2020 | 0 Comentarios

A finales de agosto del 2010 dejé de fumar. Llevaba haciéndolo desde los 14 años y he de reconocer que ya no lo disfrutaba. Ya no sentía apenas satisfacción cuando el humo entraba en mis pulmones. El vicio se había convertido en un castigo. Un amigo traicionero. Fumaba por hábito, por costumbre. Casi por desesperación. No por placer. Por lo demás, en mi vida no había excesivas alteraciones. Trabajaba en un libro, hacía deporte y leía como de costumbre. Aunque he de reconocer que me sentía vacío puesto que, a pesar de disponer de todo aquello que necesitaba, me daba cuenta de cómo había ido poco a poco impregnándome del tedio y cinismo que caracteriza a los occidentales y convirtiéndome en uno de esos personajes ariscos de la novela europea del siglo XX. Un egoísta. Uno de esos burgueses occidentales sin nada que aportar más que su crítica o su opinión más o menos certera. Y decidí pasar el mes de agosto en Colombia. Un país que había visitado años atrás y me había realmente fascinado.

Previamente había contactado con un sanador puesto que me sentía interesado en realizar una ceremonia con ayahuasca. Planta que había probado en una ocasión en el Amazonas deparándome una maravillosa experiencia. Fijé una fecha aproximada para mi visita a su ciudad, Cali, y estructuré mi viaje de tal modo que esa fuera la escala final.

En cuanto aterricé en el aeropuerto de Cartagena de Indias respiré aire puro. Me sentí vivo de nuevo. Pronto, comprendí que la pasión no se había extinguido sino que se encontraba sepultada junto a mi computadora y mis textos leídos en Universidades y Congresos que cada vez me interesaban menos. Cada vez consideraba más rancios y alejados de la verdadera vida. No hacía mucho había leído una ponencia en una Universidad norteamericana y, a la mitad, me había quedado mirando al público consciente de estar soltando un discurso insufrible. De ser un funcionario letal. ¿Acaso no se daban cuenta de que era yo un impostor? No obstante, cuando llegué a Cali, yo ya era otro. Sonreía sin cesar. Caminaba con fuerza y llevaba más de 20 días recorriendo distintos parajes de Colombia y unas cuantas experiencias satisfactorias en mi mochila. Aun así, faltaba la definitiva. La verdaderamente trascendental. La que ordenaría y daría sentido a aquella ruta. Tras dos días visitando la ciudad, salí junto al sanador en taxi en dirección a una mansión situada sobre una colina en la que nos aguardaba el chamán. Había estado ayunando durante un día y, al llegar al bucólico lugar, medité serenamente hasta que anocheció y me dispuse a entrar en el pequeño círculo de personas que rodeaba al brujo. Antes, eso sí, fumé un cigarrillo, me sentí sucio y pedí por favor a la ayahuasca que me explicara el porqué de mi insatisfacción.

Tras degustar lentamente el brebaje preparado por el chamán, me acerqué al fuego, me senté sobre una roca y allí estuve durante dos o tres horas observando visiones y escuchando voces y mensajes que me advertían acerca de diversos aspectos de mi vida que había descuidado o a los que no había prestado atención.

Cuando me levanté, no tardé mucho en vomitar. Un vómito inacabable que salía de lo más profundo de mi estómago como si estuviera arrojando un demonio. Por si fuera poco, también comencé a tener una incontenible diarrea que me hizo arrojar toda mi ropa en el tronco de un árbol. Por lo que pasé el resto de la noche vestido tan sólo con un bañador y una pequeña camiseta hasta que se hizo la madrugada. Más tarde, al alzarse el sol, las seis personas presentes en la ceremonia nos introdujimos en el temazcali y comentamos nuestras experiencias mientras éramos purificados por las piedras mágicas. Y al salir de allí, alguien me ofreció un cigarrillo y extrañamente, no sentí deseos algunos de saborearlo.

Desde aquel día, abandoné para siempre el hábito. Aunque lo más importante no es este hecho sino un cúmulo de esas casualidades que Carl Jung denomina sincronicidades.

Intentaré explicarlas con ligereza. Mi primo Julián fue la persona que me ofreció el primer cigarrillo que yo fumé. Recuerdo que compramos un paquete de rubios y una botella de vino, nos fuimos a un descampado y acabamos vomitando y por los suelos del tremendo atracón que nos dimos. Pues bien, tres meses antes de mi viaje a Colombia, me encontraba asistiendo tranquilamente a un festival de música en Murcia hasta que mis zapatos se rompieron completamente. Era domingo, las tiendas estaban cerradas y como su casa se encontraba muy cerca, lo visité y le pedí por favor que me prestara algo de calzado. Curiosamente estaba a punto de desprenderse de unas sandalias negras que se ajustaron perfectamente a mis pies. Tanto que no dudé en introducirlas en mi maleta cuando partí a Colombia y con ellas había ido al ritual. Tras comprobar que mis ganas de fumar se habían ido, miré a mis pies, vi las zapatillas y, al hacerlo, se agolparon en mi mente los recuerdos del momento justo en que comencé con el vicio. E intuitivamente, supe qué debía hacer. Arrojé las sandalias al fuego y mientras se quemaban, sentí un alivio tremendo. A continuación, me dirigí a un arroyo, me bañé dichoso como si acabara de nacer y cuando me cambié de ropa, descubrí asombrado que tanto la camiseta como los pantalones que había echado en mi mochila eran blancos. Como si mi inconsciente se hubiera preparado para este nuevo nacimiento. Para abandonar para siempre el negro humo que inundaba mi cuerpo y recibir un bautizo de inocencia.

Años antes, había estado intentando dejar fumar con una masajista de Entrerríos que residía en Buenos Aires. Aquella señora de unos sesenta años me hacía respirar incontinentemente mientras posaba sus manos en mis pulmones o distintas partes de mi cuerpo. Aquella profesional que de vez en cuando se ponía a entonar canciones de Concha Piquer logró que pasara de fumar más de veinte cigarrillos diarios a no más de seis o siete. Recuerdo que afirmaba que yo fumaba para huir de la tristeza. Para no encontrarme con ella de frente. Evadir las verdaderas preocupaciones de mi corazón. Y que era capaz con sólo tocarme de decirme si había estado el día anterior haciendo deporte o acompañado por alguien. No concluí la terapia porque mi billete de avión se cancelaba y debía regresar a España. Pero desde entonces visualicé mi tendencia a fumar bajo la forma de un monstruo negro que sólo conseguí exterminar años después, cuando arrojé las oscuras sandalias al fuego. Antes de partir hacia mi albergue en Cali le di las gracias al chamán y le expresé el respeto que sentía por la ayahuasca. Y este, me miró socarronamente y me dijo «lo que tú no sabes es que la planta ya sabe eso. Si tú no le guardaras respeto, muy diferente habría sido tu experiencia. Aquí viene gente de todas partes sin fe y no reciben más que decepciones. La ceremonia no es más que un espejo». Shalam

يموت جميع الرجال تقريبا من العلاجات ، وليس من أمراضهم

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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