Que el arte contemporáneo es un despojo, es un hecho sabido por todos. Como el dicho de que el mejor museo es el museo incinerado. El arte no sirve a nadie más que a quienes viven de él y cuanto antes sea exterminado, antes descansaremos todos y nos enfrentaremos al fin a LA DICTADURA TOTAL. Mientras las obras de arte no se hagan o donen gratuitamente, no nos servirán. Y mientras los artistas no se jueguen la vida por hacerlas, no serán útiles a nadie. Serán simplemente un desperdicio de tiempo, dinero y recursos. Un monumento al ego.
Hay personas -lo sé- que no piensan así o no pueden permitirse pensar así. Una de ella es Nacho Ruiz. De quien se pueden decir muchas cosas buenas. Como de la galería de arte que junto a Carolina Parra dirige: T 20. Una especie de oasis combativo en medio de ninguna parte. Una muestra de que la coherencia y el pragmatismo no se encuentran reñidos con el idealismo. Y de que el riesgo y la investigación pueden conjugar con el comercio.
En fin, T 20 es tan grande que sólo el paso del tiempo u observadores imparciales podrán juzgar lo que Nacho y Carolina fueron capaces de crear en el centro de Murcia empezando desde cero. Casi sin recursos más allá de una perspicacia y agudezas realmente admirables y un amor o, más bien, locura por el arte desmesurada. Y por ello, de momento -al menos de momento- no me referiré a ellos en Avería.
De hecho, si lo hago hoy es porque, revisando mi archivo de textos, he encontrado varios artículos que Nacho y Carolina tuvieron a bien publicarme hace casi veinte años en una revista que por mor de su entrega y cabezonería consiguieron poner en pie: CaveCanem. Lo cierto es que he estado hoy releyendo algunos de ellos y siento vergüenza de haberlos escrito. No por las ideas que creo que sí eran valiosas sino por mi estilo de aquel entonces. Embarullado, universitario y a veces hasta pedante. Lo que me hace agradecer aun más a Nacho el que tuviera a bien publicarlos. Pues yo no sé si lo hubiera hecho. En cualquier caso y como -repito- creo que lo que decía en esos textos sí tenía cierto interés pues los iré corrigiendo y dejando en futuros meses en Avería.
De momento, hoy dejo aquí el primero que he retitulado Paréntesis y casi que he reescrito totalmente,en el que aludía al soberano desconcierto que me provocaba el arte contemporáneo cuanto más lo conocía.
Paréntesis
Es una constante de nuestro tiempo el encontrarnos con espectadores aturdidos de contemplar obras de arte contemporáneo. Esto es; posmodernas. Resulta realmente muy difícil definir el posmodernismo. Hay muchas miradas posibles a este fenómeno. Pero convendremos que, en muchos casos, es un movimiento que vacía de toda ideología el arte. Presenta las obras como objeto de consumo y un producto más de la sociedad del espectáculo. Alude y juega continuamente con los mass-media. Y colisiona y fragmenta con todo tipo de identidades culturales. En esencia, de hecho, el arte posmoderno es un cajón de sastre. Un artefacto tan ambiguo que no se sabe bien si critica el estado de cosas contemporáneo o se aprovecha del mismo para resaltar. Si es un producto más de la dictadura de masas o un edificio elitista. Y ha provocado tanta confusión y malestar a su alrededor que casi podemos decir sin dudar, que la pregunta que más ha generado a lo largo de su desarrollo es: ¿cuándo va a terminar de una vez?
A la complejidad (o superficialidad) de las creaciones contemporáneas hay que añadir otro obstáculo para su disfrute: el que muchos de sus mayores exegetas como Jean Francois Lyotard, Arthur C. Danto o Jean Baudrillard utilicen un léxico tan complejo como el de las obras o fenómenos que supuestamente intentan desentrañar. Provocando, por tanto, más perplejidad y desinterés en los espectadores cultos y realmente atraídos por estas manifestaciones, que además advierten cómo las masas se acercan a las exposiciones de arte buscando experiencias similares, al confrontarse con las videocreaciones o las chill-out, a las que tendrían asistiendo a un parque temático o recorriendo un zoo. Y, en muy pocos casos, se alcanza a producir una reflexión real o productiva en medio de un conglomerado artístico donde prima más el continente que el contenido y se repiten una y otra vez las mismas ideas desarrolladas, eso sí, en distintos soportes. Una especie de bucle ridículo y, al mismo tiempo, esquizofrénico preconizado en parte por Iván Zulueta en Arrebato.
Se podría sugerir, por tanto, que el público culto de hoy en día está a la espera. Abúlico, fatigado, en paréntesis. Aguardando, ¿qué? Nadie lo sabe. O tal vez, sí: el fin del posmodernismo. Algo que, obviamente, no sabemos cómo se producirá, teniendo en cuenta que vivimos en la sociedad del espectáculo y que la separación de lo virtual y lo real empieza a ser meramente anecdótica.
A lo largo de todo el siglo XX, una de las características del arte ha sido su capacidad de suscitar expectación y sorpresas. Sin sorpresa, al fin y al cabo, no había espectador. Y sin espectador no había compra. Consumo. Por ello, una rama del mismo se convirtió en un regalo con el que que tentar al comprador. Engatusarlo. Por medio de una fotografía escandalosa, gracias a una mezcla de colores imposible, daba igual. Era lo mismo.
Ocurre, sin embargo, que hoy en día no sorprende ya casi nada. Se ha abusado tanto de la sorpresa que «la sorpresa» ha quedado detenida. Y, en ocasiones, las obras de arte más supuestamente escandalosas no producen más que lástima, risa desengañada. Puede que, durante un tiempo, sí, las performances, videocreaciones o chill-outs crearan la ilusión de resucitar antiguos rituales. Ser convocatorias grupales por medio de las que superar la separación individual. Pero su uso, abuso y progresiva comercialización ha provocado una fatiga no sólo en el consumidor sino también en los creadores, incapaces de seguir manteniendo calidad y originalidad durante décadas. Seguramente, como conceptos y medios continúan siendo útiles e interesantes, pero necesitan una puesta a punto que permita utilizarlos de una nueva manera.
¿Por qué? Pues ni más ni menos que porque han perdido ya la capacidad de deformarnos la mirada que poseyeron en sus inicios. Sería algo así como contemplar durante toda una década una y otra vez La edad de oro de Buñuel. El film del cineasta aragonés acabaría perdiendo su toque asesino, aun manteniéndolo, poseyéndolo en esencia en su interior. Pero las chill-outs, las videocreaciones ya no emocionan, ya no hieren ninguna conciencia. Lejos de ello, creo que únicamente contribuyen a engrandecer el ego del creador e introducir a sus espectadores en una placenta vaporosa, (muy parecida a la provocada por los efectos de algunas drogas psicodélicas). Enjaulan al individuo en una especie de lecho acuífero, sustituto del abrazo y el destete materno contribuyendo a la evasión de la realidad incómoda sin permitir, en ningún caso, fomentar una reflexión ética sobre el ser humano y sus circunstancias actuales. Es decir, el arte se ha convertido en vía de escape. Símbolo de vacío y egoísmo. Cuando podría ser al revés. Cuando debería ser al revés.
Véamos un ejemplo. Los manidos, recurrentes cuadros y fotografías kitsch sobre el fútbol y el deporte en general, en muchas ocasiones, lejos de propiciar la risa carnavalesca que pedía Bataille ante la invasión del absurdo, de ayudar a tomar conciencia de la manipulación mass-mediatica, o ayudar a la sociedad a confrontarse con sus fantasmas, acaban en mero juego. Se valen del previo conocimiento del público del deporte allí plasmado para ser observadas sin proporcionarles el más mínimo sentido crítico sobre los actos contemplados. Es decir, que el arte de final de siglo en vez de construir realidades, fomentar reflexiones, lo más que parece que está capacitado para realizar es para reproducir situaciones.
Si por ejemplo, consideramos la historia de los Juegos Olímpicos en cuatro grandes núcleos: 1. De Atenas 1896 a Berlín 1936: el rescate del heroísmo. 2. De Berlín 1936 a Munich 1972: la llegada de los héroes nacionales. 3. De Munich 1972 a Barcelona 1992: el advenimiento de los héroes globales. Podríamos sugerir que la cuarta etapa, -de Barcelona 1992 a Sidney 2000-, en la que nos encontramos ahora, es la del ambient. Es decir, Las Olimpiadas ya no como factor de lucha, de unión, de heroicidad entre los pueblos, de rivalidad entre los países, sino como un anuncio más de una marca deportiva, como un objeto más de consumo que no aporta absolutamente nada a la vida del planeta. Únicamente a los que participan en ellas.
Es decir, que el arte se encuentra ahora como las Olimpiadas en un terreno que le hace ser cada vez más parecido no ya a un artefacto de consumo sino a un objeto incapaz de señalarnos nada coherente, válido y mínimamente eficaz para nuestras vidas. Hoy observamos exposiciones o accedemos a museos, en muchos casos, con la misma actitud que contemplamos, por ejemplo, un acontecimiento deportivo, en la placidez de nuestros hogares: es decir, con la mirada distraída, la mente puesta en otra parte y el ojo únicamente atento a ver si aparece algún atleta de nuestra nación en la pantalla, o lo que es lo mismo, si nos cruzamos con alguno de los artistas que las revistas, periódicos y libros que hemos leído nos aseguran que es uno de los grandes del siglo XX. Y es entonces, que volvemos a decepcionarnos, pues si, por fin, vemos un Picasso, éste se encuentra rodeado por una multitud que parece que mitifica a un deportista, o por el contrario, si, de repente, nos cruzamos con un Miró y sólo estamos nosotros frente a él, pensamos que estábamos ante uno de sus cuadros menores. O quien sabe qué. Con lo que el resultado es el mismo que cuando seguimos a un conjunto deportivo: frustración. Incluso si gana, podía haberlo hecho por más.
Parece ser que el arte que en otros tiempos aspiraba a enriquecer y modificar la vida de los hombres no es ahora sino un producto más que produce las más caras envidias, las más absurdas rivalidades. Véase, por ejemplo, el caso de Barceló, un artista admirado y admirable que, por el mero hecho de su éxito en vida, en determinados círculos es mejor no citar, a fuerza de ser descalificado como otro borrego más de la masa. Cuando uno, realmente piensa que Barceló es un buen ejemplo (no el único, por supuesto) de los caminos que separan la agotada posmodernidad del riesgo y compromiso que todo arte lleva consigo. Sí. Pues el pintor mallorquín (como Paul klee, Albert Camus y tantos otros artistas) entiende que la única manera de augurarle un futuro a Occidente no es sino dotando de una mirada personal, ética e intransferible a una realidad y unos materiales artísticos y con ese legado, iniciar una búsqueda de nosotros mismos en terrenos diversos y dispersos como el continente africano, en donde tanto tiene que aprender el hombre europeo: un centro cuyo único camino es descentrarse y se encuentra obligado a aprender la lección de Gilles Deleuze si no quiere quedar chamuscado por su mediático arte y su incapacidad para la convivencia pacífica o reconocer al «otro».
Sí. El siglo XXI será humano o no será. Y será tal vez cuando el arte del siglo XXI comience a ser humano, olvide su tendencia al juego maquinal y desoiga las llamadas al hedonismo fugaz que el espectador comience a acudir otra vez a las salas y sienta que lo que está observando más allá de su interés estético le permite establecer vínculos insoslayables con su pasado, presente y futuro. O quién sabe ya. Porque probablemente, añado, el ser humano no tiene solución alguna más que la extinción absoluta. Shalam
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