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Outlaw

Oct 29, 2016 | 0 Comentarios

Mickey Rourke es ese cruce extraño y grandioso entre John Coltrane y Mötley Crue. Un artista y un borracho. Dostoievsky y Hunter S. Thompson. Marlon Brando y Anthony Perkins. El cine negro y un anuncio de desodorante. Un combate de boxeo y una tienda de lujo. El resultado de mezclar el fracaso y el éxito en un revoltijo de alcohol, una infancia problemática, perdidas familiares, un descomunal talento, un extremado inconformismo, cierto excentricismo y timidez y una lengua mordaz.

De hecho, más que una estrella de cine pareció siempre una de rock. Un saxofonista arisco e irregular que cuando tenía su noche era capaz de iluminar y destrozar cualquier escenario y conseguir que la mujer más recatada se convirtiera en una bruma sexual exigiendo su atención. O un guitarrista que, harto de romper su instrumento contra el escenario, de tanto en tanto lo estrellaba contra su propio rostro.

En fin, Mickey Rourke es alguien tan grande e inclasificable, tan obsceno y seductor que no es que haya acabado convirtiéndose en uno de sus personajes sino que sus personajes se han transformado en él. Todos recuerdan a su vida y no al revés. Algo entendible teniendo en cuenta las características de una personalidad desesperada y tierna, sensible y rabiosa, violenta, imprevisible y dulce que consiguió hacer de la sobreactuación un comportamiento esteriotipado y de la rebeldía una rama de la ética. De hecho, sus excesos y desplantes fueron tantos que lo extraño y atípico era observarlo estable. Mickey, como sus personajes, parecía siempre a punto de estallar. Esos ojos mirando fijamente a la pantalla podían deslizarse de la risa al llanto, del amor al odio en un instante y resultar siempre creíbles. Porque por encima de todo era un enorme actor. Tan talentoso como díscolo, capaz al igual que los más grandes -Marlon Brando, James Dean, Marcelo Mastroiani o Montgomery Clift- de llenar por sí mismo cualquier escena generando todo tipo de reacciones encontradas. Desde el odio más contumaz a la más ferviente e irreflexiva admiración. Porque él -repito- no era sus personajes sino que sus personajes eran él. Un rostro y un cuerpo que transpiraban cierto aroma a cine clásico y hasta en sus momentos más calamitosos transmitían salvaje trascendencia y carisma. El aire de lo imprevisible y la congoja del nihilismo. El sabor a whisky de la derrota y de la incomprensión y la condena eternas.

388001Mickey Rourke apareció en el exacto momento en que Hollywood dejó de ser creíble. Pasó de ser una diabólica empresa comercial que aún respetaba a sus artesanos a convertirse en una de las pesadillas fílmicas de David Lynch, conforme digería el desastre financiero de La puerta del cielo. Llegó en el momento en que el cine negro se convirtió en thriller y el jazz de los bares nocturnos en world music pero aún quedaban ciertos resquicios dentro del sistema para el cine de autor.

Posiblemente a Rourke le hubiera beneficiado comenzar a actuar en medio del estallido del cine independiente. Pero le tocó hacerlo casi al final de un ciclo y su iconoclasta carácter, sus accesos de alegría e ira bipolares hicieron el resto. Se convirtió en el eslabón pedido entre el cine clásico y el moderno. Transformándose más en una sombra que en una estrella. El habitante de un purgatorio a mitad de camino de un tugurio y Beverly Hills. Capaz de interpretar maravillosamente a Charles Bukowsky como de hacer el más espantoso de los ridículos junto a Ornella Mutti en Orquidea salvaje. Rozar los cielos del cine de arte y ensayo interpretando a El Chico de la Moto en La ley de la calle y transformarse en el icono sexual de las clases medias y aspirantes a yuppies en Nueve semanas y media. Una especie de eco de los enfants terribles del cine norteamericano que lo mismo interpretaba un papel de una forma absolutamente acongojante obligando a Al Pacino a reconsiderar su carrera que se emborrachaba en una fiesta de adolescentes y se vestía de conejito playboy. Un hombre, en definitiva, fuera de su tiempo y seguramente de cualquier tiempo cuyo reino de tan terrenal que era, probablemente no estuviera en este mundo ni en otro. Pues se regía por sus propias leyes e instintos más pasionales que cerebrales. Más intuitivos que calculados. Exactamente, el cocktail perfecto para hacer estallar una carrera en Hollywood. Destrozarla con idéntica destreza con la que fue encumbrada. Convirtiendo el cuerpo de un sex-simbol en el manto protector de un fantasma narcisista y destructivo. La llave de un baúl en el que la extrañeza y el frikismo le ganaban terreno peligrosamente al mito y la leyenda.

NEW YORK, NY - AUGUST 13: Mickey Rourke is seen on August 13, 2014 in New York City. (Photo by Alo Ceballos/GC Images)

Lo curioso en el caso de Mickey Rourke es que los golpes que le ha dado la vida, no lo han debilitado. Al contrario, parecen haberle hecho más fuerte. Ahondar en su ser y carácter hasta convertirlo en una marca de estilo. Lo que es probable que se deba a que su vocación inicial era la de boxeador. Varios puñetazos recibidos en sus primeros combates pudieron ocasionarle lesiones crónicas y decidió cambiar su amor al ring por la pantalla pero siempre tuvo el gusanillo dentro. Por lo que, en cuanto su carrera cinematográfica comenzó a decaer transformándose casi en un apestado, se permitió el capricho de boxear ante cientos de cámaras de televisión en un acto que si bien provocó las carcajadas de medio mundo y tuvo mucho de espectáculo autofágico, algunos entendimos como un gesto de firmeza. De lealtad hacia sí mismo y a sus convicciones.

Ciertamente, toda la vida de Rourke se puede leer como la de un boxeador. Un luchador que fue golpeado por el gran monstruo mediático en pleno rostro pero aún así supo aguantar. Mantenerse en pie. Y cuando ya todos pensaban que se retiraría o la próxima noticia que generaría sería la de su muerte por consumo de droga o alcohol, le pegó varios ganchos al sistema reviviendo en esa especie de milagro cinematográfico hard rockero hecho a su medida que fue The Wrestler. Casi un biopic sobre su vida que lógicamente interpretó de manera aplastante. Sin esfuerzo alguno. Combinando la épica del perdedor con la bestialidad de un luchador. Las hamburguesas y las novelas y vidas de serie B con la brutalidad de los rituales modernos. Logrando una nominación a un Oscar que, obviamente, conociendo su leyenda, no iba a obtener. Pues su destino era quedarse a mitad de camino de todas las rutas precisamente por haber apurado su vida al máximo. Haberla llevado al extremo. Convirtiendo a El chico de la calle en un personaje real y su misma existencia en una prolongación de la del inquietante detective de El corazón del ángel. Una persona en constante búsqueda de sí misma cuya alma fue vendida al diablo hace ya mucho tiempo como para poder modificar este hecho o acordarse de su pacto.

el-tornillo-de-klaus-mickey-rourke-1Rourke, guste más o menos, es el rock. Porque es lo imprevisible. La imposible adaptación. El humo de varios cigarrillos invadiendo un hospital. La destrucción como referente artístico. Un corte de mangas eterno al mundo adulto realizado con impresionante talento. Es la viva imagen de la mugre del Star System. La manifestación más clara de que la honestidad es un suicidio. Y la verdad, una invitación en primera fila a contemplar un ahorcamiento. Es una de esas Harley-Davidson desgastada por el paso de los años arrumbada en un taller que, contra todo pronóstico, aún arranca. Y lo hace con un rugido incontrolable. Un piano roto que todavía cruje y se quiebra y antes de ser arrojado para siempre a la basura, suelta una nota incontrolable que obliga a quien la escucha a tener sexo. Follar en medio de ese cementerio de autómatas que es el mundo contemporáneo sin preguntarse el por qué ni el para qué. Shalam

القافِلة تسير والكِلاب تنْبح

No pienses que las estrellas estén muertas porque el cielo esté nublado

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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