Hace unos años escribí para el nº11 de la revista El coloquio de los perros, un artículo sobre La mamá y la puta. Una película que me obsesionó -aún no sé muy bien la razón- hasta el extremo. De hecho, durante una época me peiné como su protagonista -Jean Pierre Leaud- llegué a ver algunas de sus escenas varias veces al día y durante una visita a Francia no sólo compré los escasos libros publicados sobre el magnético film y su director, Jean Eustache, sino que me desplacé por donde lo hacían los protagonistas, buscando que su magnetismo se entremezclase con mi aura. A tanto llegó mi fiebre con la película que hasta que no redacté este artículo no conseguí que sus imágenes se desprendieran de mi cabeza, fascinado como me encontraba por los diálogos entre sus protagonistas y la mágica sobriedad con la que Eustache filmó sus paseos por una París sórdida y surreal.
Dejo a continuación el artículo con sus correspondientes modificaciones no sin antes advertir que no refleja en absoluto la locura que sentí por este film. Es más bien una racionalización necesaria, una puesta en perspectiva de una fascinación que prometía volverse amenazante si no ponía entre ella y yo el espacio adecuado.
Ahí va:
Eustache o el suicidado por la sociedad.
«Los manipuladores de la publicidad con el cinismo de aquellos que saben que las gentes son llevados a justificar las afrentas de las cuales no se vengan, le anuncian hoy tranquilamente que “cuando se ama la vida, se va al cine. Pero esta vida y este cine son igualmente poca cosa; y es por ello que son efectivamente intercambiables».
(Guy Debord, In girum imus nocte et consumimur igni)
Si hay una película que permita constatar el fracaso de gran parte de los postulados levantados por los jóvenes que asaltaron las calles de París en mayo del 68, esta no es otra que La mamá y la puta (1973). Algo esperable teniendo en cuenta su creador: Jean Eustache. Un director que supo condensar y sintetizar en su arte mucho de lo más veraz y real que el cine francés nos ha legado: desde las creaciones de los hermanos Lumière -de los cuales era un ferviente admirador-, pasando por las Jean Vigo hasta las de Maurice Pialat, Robert Bresson o Guy Debord. Siendo lógico por tanto que cuando se dieran las condiciones adecuadas, el cineasta galo pariera una obra maestra de este calibre a través de la que radiografió los fracasos y decepciones con los que se encontraron los jóvenes post-68 tras el estallido de las revueltas.
La mamá y la puta es una obra de culto cuyos fotogramas se encuentran detrás de algunas de las más lúcidas aventuras artísticas del cine francés. Philippe Garrel por ejemplo no puede evitar citarla continuamente tanto en la planificación de muchas de sus secuencias como en bastantes de los diálogos de sus personajes. Y desde luego resulta muy dificultoso realizar un estudio crítico sobre la evolución de la cinematografía gala en las últimas décadas sin detenerse en el film de Eustache. Un artista que como Debord y antes Antonin Artaud, llevó al límite su lucha contra la esterilización consumista, se atrevió a realizar una crítica áspera y sin concesión alguna del sistema capitalista y desarrolló un contra-lenguaje artístico contra las trampas tendidas por la sociedad burguesa a los jóvenes y proletarios. Alzando su arte, por tanto, frente a los sueños de grandeza imperialistas, logró radiografiar con crudeza el “pathos” estéril de una década y sociedad que a pesar de su aparentes «aires» rebeldes» y «libres», fue mucho más mansa y servil de lo que parece. Eustache fue además lo más parecido a un anarquista artístico en un tiempo en que el marxismo era casi religión entre su gremio. Fue lo suficientemente lúcido como para advertir que había construido su cine gracias a muchas de las injusticias sociales y políticas que denunciaba en sus films. Y entendiendo que no había salida ante esta contradicción, optó por suicidarse acaso buscando paz para una conciencia donde, como en la obra de Sade, la idea de dios había dejado de existir a golpes del látigo ateo y burgués.
La mamá y la puta es una película que versa sobre la imposibilidad que poseen sus personajes de adaptar su lenguaje a la realidad. Del vacío que deja el fracaso de una revolución en jóvenes que, aunque sólo fuera durante un instante, tuvieron sus ilusiones puestas en su triunfo. Es una obra que muestra de manera clarividente que lo que queda después de una revolución -parafraseando a Bernardo Bertolucci- no es muy distinto de lo que había antes de ella. No han desaparecido ni el vértigo ni el vacío ni la angustia y además, se han agrandado la fosa del aburrimiento, la pasividad y la dejadez. En realidad, ese es uno de los grandes méritos de la película de Eustache: filmar tanto el aburrimiento y el vacío como el exacto momento en que la sociedad toma conciencia del fracaso de sus sueños de rebeldía y huye hacia delante. Se dedica a olvidar. El haber sabido retratar no sólo el desencanto y las contradicciones de aquellos burgueses revolucionarios sobre los que ironizara Pier Paolo Pasolini sino, a su vez, cómo el desencanto se hizo carne con la conciencia de toda una generación frustrada. Creo que esto es lo que mágicamente consigue filmar Eustache: el momento justo en que el sistema está engullendo a quienes con más ferocidad se opusieron a él. Siendo posible por tanto seguir la pista de toda una generación en los paseos sin finalidad alguna de Alexandre como en las siluetas de cientos de muchachos dibujadas en el fondo de los bares y terrazas de París, sosteniendo con resignación complaciente una cerveza, un café o unos cigarrillos.
Realmente, creo que gran parte de los inagotables discursos que incansablemente pronuncia Alexandre, proceden de su necesidad de llenar los huecos dejados por todas aquellas interrogantes y cuestiones sociales que los «revolucionarios» de mayo del 68 no pudieron contestar ni resolver. Como también pienso que si Alexandre es cínico y satírico hasta el límite es porque se sabe incapaz de realizar ningún acto que reavive el impulso contestatario. ¿Cuál era al fin y al cabo la revolución que exigían a gritos aquellos jóvenes que disfrutaban de las consecuencias de un estado de bienestar asentado en parte gracias al impulso colonialista del país francés en África? ¿Contra quién gritaban aquellos que volcaban coches incendiados sobre las aceras de París sino sobre su futuro espíritu? ¿Cómo lograr una verdadera y amplia revolución total a través de un marxismo elitista cultivado en las Universidades?
Es hacia allí, hacia ese vacío dejado por el estallido revolucionario, donde pienso que se dirigen los discursos de Alexandre y donde entiendo que hemos de cifrar la raíz de su angustia. Sus deseos de cuestionar una situación que lo devoró a él y a sus compañeros de generación. Quienes no dudan en verter bromas sobre símbolos sagrados de la intelectualidad francesa como un Jean Paul Sartre que aparecerá en la película ridiculizado como si se tratara de un melagómano borracho sin más acólitos que un vaso de alcohol.
Pienso, asimismo, que otro de los grandes temas de La mamá y la puta es el engaño. La mentira de la rebelión, de todo lenguaje crítico y, por tanto, de cualquier sistema filosófico, político o social. La inmensa paradoja que supone intentar construir un discurso revolucionario desde el mismo cuerpo social que se denuncia. Algo que acaso conceda una explicación al motivo por el que la película de Eustache impacte tanto. Pues desvela con precisión los mecanismos a partir de los que el sueño deviene pesadilla y la utopía no puede ni siquiera ser pensada. Y asimismo, revela el reflejo evanescente de una época que ya no volverá jamás y que se ha ido para siempre como aquellas melodías de Marlene Dietrich que Alexandre escucha taciturno en su habitación. Siendo, en este sentido, La mamá y la puta más que una película, una experiencia intensamente moderna que en cierto modo, anticipa la sangrante metáfora creada por Lars Von Trier en su cínico y amoral film sobre nuestra actual sociedad de consumo: Los idiotas.
El film de Eustache es, por tanto, un cuchillo sangriento que muestra sin piedad las vísceras muertas de la sociedad francesa. Algo que refleja a la perfección, por ejemplo, la ausencia de árabes o negros a lo largo de todo su metraje. Los cuales, por otra parte, no pueden ser elididos del primer plano de la realidad social retratada. Todo lo contrario. Ya que gracias a su ausencia, el monólogo tiránico, infinito y estéril de Alexandre, de todo Occidente, se muestra tan descarnado como violento y contraproducente. Posiblemente, porque si el revolucionario o el antiguo soñador no pueden ni tienen la oportunidad de dialogar con un “otro” diferente, un hermano de otra raza, esto significa que su progresivo ascenso al poder será fruto estéril labrado y desgastado por el lento transcurso de los años. Finalmente, su programa será el vacío y ayudará a consolidar el orden establecido.
De hecho, parece inevitable, a día de hoy, noviembre del año 2005, y una vez vistos los acontecimientos sucedidos en Francia en este violento fin de año, recordar que si la revolución de mayo fracasó fue porque que no se hizo para ningún “otro”. No se construyó para aquellos extranjeros, árabes y negros, a los que hasta entonces se había explotado e intentado negar su identidad. Fue más la rabieta de unos adolescentes que observaron que no podrían cambiar su destino ya marcado por su educación que la petición de una amplificación total de los derechos de la sociedad de consumo hacia los emigrantes que, poco a poco, comenzaban a formar parte del paisaje social francés.
No es vano recordarlo. Jean Marie Le Pen estuvo a punto de ganar unas elecciones y ninguna encuesta lo consideraba favorito de las mismas. Y es en el país francés donde se ha forjado el debate más enconado y la resistencia más estrecha a la entrada de Turquía en la Comunidad Económica Europea. Lo que pone de manifiesto la mentira y el egoísmo que subyacen bajo la imponente construcción europea a la cual se refiere el film de Eustache sin necesidad de aludir a ella constantemente.
La genialidad del film de Eustache radica en que por una vez, tenemos la sensación de que la pantalla del cine se desvela y se cierra sobre sí misma para mostrarnos no una película sino la realidad. Un documental y un debate más que una ficción sin que la narración pierda en ningún momento su brío. Si para Debord la película empezaba realmente cuando terminaba su proyección con el debate posterior entre los espectadores, creo que la película de Eustache tiene el merito de conseguir que este debate se produzca sin interrupciones en la mente de cualquiera de los cinéfilos que contemplen su obra.
No puedo evitar, por último, preguntarme -más aún teniendo en cuenta el sesgo autoritario de los estados occidentales- por qué no aparecen en el film o se alude en ningún momento a los padres de los personajes: ¿dónde queda y radica su familia? Un hecho que muestra de nuevo dónde radica el gran poder de La mamá y la puta: en lo elidido, en lo no visto tanto como en la radical impiedad a través de la cual está representada la realidad. Pues para Eustache, la maquinaria occidental es en el fondo un despiadado padre preocupado por llenar los huecos afectivos de sus hijos a través de los objetos fabricados en serie por la sociedad de consumo. Un estado forjado a través de la violencia que, como muestra con radicalidad el excelente film de Garrel, Les amants réguliers, es incapaz de contestar la cuestión que late en el fondo de toda búsqueda artística: ¿qué y quiénes somos en realidad?
Resulta, por ejemplo, hoy en día un poco enojoso acercarse al Pompidou a contemplar la exposición dedicada al dadaísmo y encontrarse totalmente mediatizadas y ya absorbidas por la sociedad de consumo, las anti-reglas a través de las que Tzara o Breton construyeron sus alegatos creativos. Sentarse entre un público ávido de novedades, con la mirada ansiosa y perdida a componer un poema surrealista al tiempo que somos filmados o fotografiados por las abstrusas cámaras de cientos de turistas, al fin y al cabo, es reconocer que se ha perdido otra batalla. Afirmar que la sociedad del espectáculo que pensamos denunciar ya lo ha inundado todo. Ni la vida ni el cine pueden dar cuenta de una batalla que fue ganada hace demasiado tiempo por el capital. Y es en este sentido, que puede vislumbrarse cómo el lenguaje de la liberación sexual proclamado por la revolución cuyo discurso es central en La mamá y la puta, no era más que un intento de huir hacia delante sin tomar conciencia de los verdaderos problemas que latían ocultos en el fondo de la sociedad. Era, en suma, otra forma de comercio, de soledad, como puede que, a estas alturas, todo lenguaje artístico.
Creo que La mamá y la puta refleja el exacto momento en que se percibe que el urinario de Duchamp ha sido ya totalmente integrado al paisaje catódico y mental de la misma clase social contra la que, en principio, pensó atentar. Muestra con una agudeza y una precisión demoledoras, cómo las sociedades occidentales se han construido a partir de la lógica de la exclusión y cómo todo discurso que no sea capaz e abrirse a recibir a un “otro” o “extranjero” en su interior, acaba por autodestruirse. Algo que supo bien Pasolini y también comprendió con lucidez y entereza Eustache. Sin ir más lejos, su propio suicidio refleja con meridiana claridad desde dónde se construyó la noción de caridad y salud en las naciones llamadas cristianas.
La progresiva aceptación e integración de argelinos, tunecinos o marroquíes en la sociedad francesa y su progresivo hacinamiento en los extrarradios de las ciudades, no es más que la consecuencia de seguir midiendo a los individuos en torno a una lógica económica cruel frente a la que los protagonistas de mayo del 68 -ahora en el poder- quisieron rebelarse. En realidad, no deberíamos quejarnos más del cine ni de nuestra sociedad. Como supiera Debord, tenemos tanto el cine como la sociedad que nos merecemos. Lo demás son palabras. Flujo perdido de significantes que no van hacia ninguna parte y que, antes o después, como le sucederá a Alexandre frente al mítico discurso de Verónica al final de La mamá y la puta, deben admitir su fracaso y la imposibilidad de romper las leyes y reglas de la naturaleza. Deben reconocer, como toda la sociedad occidental actual a un grito, su radical imposibilidad para ser amor. Shalam
ربّ اغْفِر لي وحْدي
El que quiere hacer algo busca un miedo; el que no quiere hacer nada busca una excusa
0 comentarios