No hay pueblo más nostálgico que el ruso. Donde la tristeza sea más prominente y la vida cotidiana sea más solemne. Prácticamente funeraria. Cada vez que he tenido la fortuna de aproximarme o profundizar en un artista ruso he sentido inmediatamente una conmoción. Una revelación religiosa. La naturaleza por ejemplo en un pintor alemán es parte de los bosques. Es un pelo de la barba de los dioses germánicos. En Francia, la naturaleza se encuentra amaestrada. Domesticada. Pertenece al hombre. A la Enciclopedia. En España es un regalo ancestral. Parte de la vida del pueblo. Sin embargo, en Rusia la naturaleza es divina. La frente de dios se encuentra en el cielo. Su barriga en la tierra. Y su pecho en los ríos y colinas. Algo que se puede percibir perfectamente en los libros de León Tolstói y Mijaíl Bulgákov o en los filmes de Andrei Tarkovski. Y desde luego, también en algunas de las acuarelas y la mayoría de las fotografías de Natalia Smirnova. Una artista rusa en el sentido más profundo de la palabras. En el más evocador, poético y piadoso.
Gran parte de la cultura rusa es un réquiem. Un rezo. Un canto de despedida. Un hasta siempre. Los rusos únicamente están interesados en dialogar con la eternidad. Existe el paso del tiempo. Y también el pan, los ríos, los árboles y los campos nevados. Pero no así el día a día. El ahora. Rusia es un país que se despide. Un país espiritual. Un país solitario que busca la gracia. La contrición. Algo que también se percibe en la profunda y tersa oscuridad que irradian muchas de las obras de Smirnova. En esas efigies que retrata como si aparecieran entre la niebla. En esas acuarelas que parecen grabados en cofres de bronce. Reliquias. Tesoros religiosos. Y que, de una u otra manera, remiten al pasado. A civilizaciones perdidas. A Bizancio. Y a un futuro apolíptico lleno de enigmas y conjeturas en el que no obstante el bien, (los caballos blancos), volverá a imponerse sobre el mal, (los caballos negros).
La obra de Smirnova es enigmática. Misteriosa. Porque le interesa más dialogar con dios que con los hombres. Por eso es tan lejana y cercana a la vez. Porque indaga en la oscuridad. Sus símbolos y personajes son revelaciones. Sombras que se desvanecen y aparecen entre los árboles, habitaciones cerradas o casas que son más emanaciones espirituales que lugares concretos. Smirnova no juega. No intenta resolver problemas concretos. Deja de lado completamente las diatribas habituales del arte contemporáneo. Escucha a la naturaleza. A los muertos. Observa las tradiciones. Las reliquias del pasado. Y compone pacientemente obras parecidas a baúles de las que surgen constantemente tesoros sacros. Figuras revestidas de santidad o personajes anómalos cuya soledad y extrañeza es universal. Pues sus penurias son más producto de la falta de fe y confianza de los hombres que de cualquiera de las psicopatías de los tiempos modernos.
Tengo la impresión de que la obra de Smirnova es una iglesia situada en medio de un profundo bosque lleno de claroscuros. Que dibuja como si estuviera rezando. Realizando una plegaria. Y que siempre está sonriendo durante el tiempo que consagra a sus creaciones. Cavando un pozo. Smirnova es una guerrera. Su arte me hace acordarme de aquellos santones que realizaban peregrinaciones y ayunos para demostrar su fe inquebrantable. Porque huye de la frivolidad. Se centra en lo esencial. Como la poesía realizada con el corazón. Su arte de hecho es sencillo. No es rebuscado. Y por eso irradia luz y amor. De hecho, parece producto de una conciencia religiosa, brotar de la misma fuente que regaba las raíces del árbol crístico y tener como último y secreto fin honrar los sacrificios humanos. La creación y el cosmos. El mundo natural.
Por supuesto, también hay magia en las creaciones de Smirnoba. Algunas de sus acuarelas conjugan con maestría las tradiciones románticas y medievales. También las simbolistas. Pero sobre todo, las dos que acabo de citar. Aunque más que combinar el mundo romántico y el medieval, lo que hace es honrarlos. Homenajearlos. Escarbar en los mensajes y legados perennes de esas épocas para iluminar nuestro presente. Logrando extraer de sus incursiones en la antigüedad semillas sobrenaturales cuyo germen no desemboca en el terreno de la fantasía sino en el de lo milagroso como lo hacían las sinfonías de Johann Sebastian Bach o los lienzos del Greco y los pintores flamencos.
En este sentido, sus acuarelas son mensajes espirituales situados fuera del tiempo. Dan aliento. Esperanza. No buscan promover reflexiones sino dar vigor. Resistencia. Ofrecer fuerza a los caídos y débiles. Hacer comulgar a los ateos y descreídos. A los escépticos y a los científicos.
La obra de Smirnova vive ajena a las corrientes y estéticas actuales. Es un salmo. Me recuerda a uno de esos libros que se encuentran en las ermitas del Románico y ya nadie abre. Aunque basta recorrer unas cuantas de su páginas para sentir terremotos espirituales moviéndose, escuchar el rugir de siglos de historia religiosa y artística y adquirir la plena conciencia al momento de que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Shalam
Esta carta de tarot me conmueve. Un hombre camina. No sabemos hacia dónde va ni de dónde viene. En cierto modo, es una representación del ser humano...
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