Ayer, al acceder a una bella playa situada en uno de los vértices de la República Dominicana, un muchacho se me acercó y comenzó a advertirme, gritando y realizando aspavientos de todo tipo, lo peligroso que sería continuar caminando hacia el otro confín y brazo de arena. Según él, muchos delincuentes solían camuflarse a lo largo del camino. Gentes innobles de ojos alargados, inyectados en sangre, y de una bestialidad desconocida. Truhanes que no dudaban en quedarse el dinero de los turistas y si era necesario, hasta derramaban su sangre con sus machetes. Si me atrevía a continuar caminando, por tanto, debía encomendarme a dios, a la virgen y a los santos que tuviera a mano y rogar porque el destino no se tornase cruento.
Por el contrario, dijo a continuación con solemnidad tropical, si decidía actuar con prudencia y sensatez y permanecer en su zona de playa, podían servirme pulpo y langosta a buen precio en el restaurante para el que trabajaba. Shalam
A lo largo de mi vida, he podido constatar que la mayoría de libros que he escrito me han conducido por caminos que ellos elegían o decidían. Uno no...
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