En muchas ocasiones, se ha calificado tanto al público como a los grupos heavies de inmovilistas. En realidad, este adjetivo no tendría por qué ser peyorativo pero es usado habitualmente con esta intención. Los heavies parecen vivir en una era de piedra ajena al mundo contemporáneo. Los heavies, sí, son prisioneros de la caverna platónica. No han visto la luz. Apenas alcanzan a vislumbrar varios de sus rayos entre las fosas rocosas de la caverna donde habitan. Una opinión que, sin negar su posible realidad, me parece que, como siempre, dice más de quien la formula que de quien la recibe. Pues, por lo general, viene de boca de personas que en su vida cotidiana intentan huir de modas o mantenerse al margen del sistema o las «masas adocenadas» y paradójicamente, suelen estar muy pendientes de la actualidad. Un presente que los heavies afortunadamente parecen despreciar en beneficio de una eternidad rockera llena de esos gigantescos biberones que son las decenas de discos míticos que el estilo ha legado.
Digo esto no sólo para poner de relieve la habitual paradoja de encontrar personas que dicen intentar golpear al sistema o al menos cuestionarlo y que no dudan en sonreír con superioridad cuando se refieren a esas hordas heavies que, como los galos de Asterix, persisten orgullosos en sus territorios sin ser civilizados sino para resaltar, a su vez, los motivos por los que son precisamente estas tribus con las que me encuentro más a gusto. Creo que porque, sin necesidad de mostrar ni aparentar nada y, a resguardo de la modernidad o de debates intelectuales estériles, se dedican a disfrutar, a rememorar los grandes discos del género o crear música que ya es atemporal y, desde luego, aun estando integrada en el sistema, no responde a ninguna de las coordenadas publicitarias marcadas por el establishment diariamente.
Tengo la impresión, de hecho, que muchos heavies no tienen ni idea de qué es la Seguridad Social, la competitividad, Marx o Foucault y si lo saben, la importancia que le dan es mínima cuando están con sus colegas y comparten una cerveza y su música favorita. Algo que es casi imposible encontrar desde hace tiempo en el redil moderno y hace que me relaje con ellos como con ninguna otra tribu o estamento social. Ni los escritores, ni los futboleros ni los sociólogos. Otra historia es que, como todos los grupos cerrados, en muchas ocasiones caen en clichés y todo tipo de monoteísmos, pero fanáticos e integristas hay en todos lados. Yo más bien me estoy refiriendo al placer que me produce compartir de tanto en tanto momentos con muchachos adoradores de este estilo y escuchar cotidiniamente las grandes obras de este movimiento en medio de ese ultramoderno e individualista siglo XXI al que aluden los periódicos y revistas de diseño que marcan constantemente tendencias y a las que afortunadamente los heavies son totalmente inmunes.
Lo diré claramente. A mí escuchar heavy me da ganas de follar. Me reconcilia con la naturaleza. Para mis oídos es algo parecido a lo que para mi cuerpo supone bañarse en una playa nudista. Un reencuentro con el salvaje, con el animal que llevo dentro. Razón por la que al contrario que cuando escucho música electrónica, tras escuchar un disco de Scorpions u Ozzy Osbourne, suelo encontrarme relajado y en paz, como si hubiera disfrutado con la mujer que amo de varios revolcones y orgamos tras una semana de sequía sexual.
Además, por lo general, los grupos heavies, al revés que muchos intelectuales, no buscan trascendencia. No son la voz de la conciencia de nadie. El heavy básicamente es hedonismo. Goce, diversión, disfrute. Algo que no soportan cientos de voceros del sistema actual que no dudarían en tachar el estilo de escapista. Básicamente, porque como no consiguen crear nada trascendente, se dedican desde la poltrona de periódicos y revistar a hurtar el goce a los demás. A poner en práctica la fórmula que suele llevar a cabo la modernidad para controlar a las masas: robar el orgasmo del compañero. No permitir que las personas respondan espontáneamente y con el corazón a los estímulos culturales criticando sus gustos literarios, cinematográficos o musicales. Negar los sentimientos, aludiendo a una cultura dirigida por los mass-media en la que el único goce posible vendría de la unión entre baile y política (o unas determinadas ideas políticas). Una visión que considero legítima e incluso interesante pero ¿para qué nos vamos a engañar?, finalmente termina oprimiéndome. Haciéndome sentir prisionero de la cultura; un esclavo de la política; un alienado. Y, desde luego, no me proporciona felicidad alguna pues, por lo general, seguir por ese camino nos lleva a seguir debatiendo constantemente sobre lo humano y lo divino y, en la mayoría de las ocasiones, termina por frustrar nuestros posibles orgasmos culturales. Y cuando yo penetro en una obra de arte no lo hago para sentirme culpable sino para experimentar mis límites como ser humano a un grado máximo y si es posible, expandirlos. Algo parecido a cuando me uno íntimamente con mi pareja.
Por decirlo de otra manera, si me siento bien en el mundo heavy no es sólo por las inmensas obras que Judas Priest o Black Sabbath han dejado sino porque allí no existen juicios. Y los que existen -si este grupo se ha amariconado porque ha abusado de teclados en su último disco, si tal cantante ha traicionado su estilo por cortar sus melenas o si es legítimo que lloren los rockeros al escuchar una balada- en realidad, no me provocan más que carcajadas y carcajadas. En definitiva, me hacen feliz. El motivo por el que yo escribo averíadepollos, leo libros y escucho discos: ser feliz. Shalam
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