Resulta paradójico que el disco peor considerado de Billy Idol sea su Ciberpunk porque en cierto modo, siempre ha sido un androide del rock. Un músico que podría haber aparecido en Terminator (de hecho estuvo en el casting de la primera secuela) pegando tiros junto a Arnold Schwarzenegger o en cualquiera de las bestialidades cinematográficas de Paul Verhoeven. Aunque lo marciano de Billy no es tanto su aspecto sino la música que dio a luz. Porque si bien es cierto que no es ningún genio o precursor (ni falta que hace) pocos músicos fueron capaces de mezclar el punk con la new wave y el techno pop con tan soberbios y equilibrados resultados. Ya que si bien los discos de Billy sonaban canallas, olían a rebeldía y chulería y estaban llenos de cortes de mangas al sistema también eran bailables. Habían nacido para reventar cristaleras de coches, puertas de discotecas y sonar a todo volumen en la habitación de cualquier adolescente. Poseían una rabia interior primigenia. El espíritu del punk vivía en ellos y eran una oda al «hazlo tú mismo» y al ego brutal y sin riendas de la juventud occidental pero a su vez poseían una sensibilidad y dulzura conmovedoras como demuestran tanto los mágicos teclados como la voz y letra que Billy dedicara a narrar la tragedia de la heroína de Judex en la mágica, incandescente «Eyes without a face».
Billy Idol siempre ha sido una locomotora. Un tren a toda velocidad recorriendo los rieles del punk. Un Buda hedonista capaz de escuchar los gemidos de Dionisos y Jimi Hendrix. En su juventud vivió todo tipo de experiencias fascinantes. Vio a Lou Reed y Sex Pistols en sus momentos más salvajes. Conoció la Nueva York más decadente y trasnochada y el Londres situacionista, ruinoso y a punto de estallar del 77. Creció escuchando viciosos himnos juveniles e hizo todo tipo de amistades peligrosas e interesantes como es el caso Siouxsie mientras se drogaba, abrazaba el nihilismo, levantaba los brazos cada vez que escuchaba la palabra anarquía y conocía en primera persona los vestigios de un Occidente crepuscular cuya esencia pronto vampirizó en discos realmente bestiales. Pues pocas veces se ha realizado una unión tan perfecta entre música comercial y visceral. Entre insondables teclados y feroces guitarras.
Sus discos con Generation X son un fiel testimonio de su época. Crudos rugidos y estornudos sobre la supervivencia. Lanzas clavadas en medio de la selva con una potente base rítmica. Fiereza sin contención. Casi un reflejo en vivo y directo de un momento en que no importaba más que el presente. Pero sus discos en solitario son auténticas gemas hedonistas y viciosas. Una feroz mezcla entre Michael Jackson, Depeche Mode, New York Dolls, Blondie e Iggy Pop. ¡Casi nada! Una locura marciana instigada por el genial, frenético Steve Stevens que podía sonar tanto en las FMs más resultonas como aparecer en los minutos de máxima audiencia en la MTV que gustaban tanto a punks como a heavies y adolescentes fascinadas por Madonna. Un acontecimiento que obtuvo un éxito que lo transformó en icono. Esa estrella rockera que siempre había deseado ser. Una mezcla entre Johny Rotten y Elvis Presley procedente del futuro. Pero casi acaba también con la salud mental de un Billy fagocitado por su adicción a las drogas y el sexo. El travestismo vampírico.
En realidad, Billy Idol es un ejemplo de artista hecho a sí mismo. Un producto tanto de la era punk como de la era Warhol. En sus mejores años, tenía el descaro e insolencia de la adolescencia pero también una intuición salvaje y profunda que convertía sus canciones en truenos. Tormentas retumbando el cielo pop. Una intuición y olfato que no ha perdido como demuestran por ejemplo sus dos últimos discos. Devil’s Playground derrapaba un poco. No terminaba de arrancar a pesar de su interés. Pero la primera cara del más reciente, Kings & Queens of the Underground, era una maravilla. Un ejemplo práctico sorprendentemente consistente de cómo se puede renovar, actualizar y sostener una forma de entender la música sin perder fuelle ni espontaneidad pero tampoco cayendo en pozos sin fondo por la fijación en el pasado adolescente. De hecho, sus primeras cinco composiciones son de una bestialidad sublime. Canciones para escuchar aquí y ahora y levantar los brazos como si la revolución de los guerreros del rock no hubiera acabado hace tiempo sino que su llegada fuera inminente. Son, sí, melodías adecuadas para destrozar una ciudad y escuchar mientras se contemplan las imágenes de la última Mad Max. Locuras optimistas y macarras que en sus mejores momentos sobrevuelan el tiempo y, a pesar de apuntar a un futuro apocalíptico, aparcan sus ruedas en medio de los febriles 80. Demostrando que el tamaño del ego de Billy Idol es igual al de su talento.
Ciertamente, Billy Idol no ha perdido carisma. Ya no es una metralleta suicida ni tampoco una farmacia ambulante. Su vida ya no es un orgasmo infinito. Pero aún así, sigue transmitiendo sensaciones peligrosas. Pues en cierto modo, es un tigre que ha atravesado los caminos del exceso para retornar tal vez más sabio pero también más imprudente. De hecho, parece actualmente un marinero experimentado empeñado en buscar a Moby Dick. Un viejo guerrero que prefiere morir atravesado por lanza que en su casa. Un motorista que sigue y sigue rodando por carreteras vacías en compañía de un halcón y un buitre. Recorriendo parajes desiertos en los que aún se escucha hablar a Zaratrusta. El aullido de los úteros del planeta. Shalam
ومعظم أحجار الألماس عديمة اللون
Hay quienes creen que no existen los milagros y quienes piensan que todo es un milagro
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