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La revolución oscura y antigua

Ene 16, 2019 | 0 Comentarios

Delacroix es citado a menudo como un precursor de la pintura moderna. Charles Baudelaire, por ejemplo, lo consideraba un paradigma de la modernidad. Un apóstol de las novedades artísticas. Una afirmación con la que, a grandes rasgos, estoy de acuerdo aunque me gustaría matizarla por un hecho concreto. Porque si el pintor francés es todavía un precursor de la era contemporánea no fue tanto por su amor al futuro, las máquinas, los impulsos técnicos o los prodigios provocados por la electricidad sino por todo lo contrario: por su absoluta nostalgia. Porque fue un hombre total y absolutamente enamorado del pasado. Fue más romántico que el más apasionado de los románticos y comprendió hondamente y con cierta tristeza que el progreso haría desvanecer de la conciencia humana un sinfín de tradiciones, lenguajes, costumbres y visiones culturales esenciales.

Tal vez Delacroix fuera un laico -lo desconozco- pero su arte se encuentra impregnado de cristianismo. Pero, eso sí, el suyo no es un cristianismo imperativo ni, desde luego, reiterativo. Delacroix no es un pintor imitativo sino un amante de los estallidos y de los gestos épicos. Es un artista trascendente. Ama tanto las explosiones de color como los momentos significativos. Los que dejan huella. Y por eso evita los típicos retratos de santos y vírgenes y vuelca su mirada hacia los grandes movimientos históricos de la civilización marcada por esta religión. De hecho, uno de sus grandes méritos es que es capaz de retratar escenas religiosas con la sobriedad de un historiador pero debido a su espíritu romántico prima, ante todo, el drama y la tragedia. La magnificencia de unos hechos cuyo misterio resalta con tanta suntuosidad, oscuridad y perversidad que logran hacer desaparecer todo aquello que no se encuentra grabado en el lienzo mientras lo contemplamos.

Delacroix fue un maravilloso artista caótico. Sus lienzos hay que contemplarlos en su totalidad. Tal vez podamos detectar errores en una de sus partes pero en su conjunto son un maremoto estético realmente impresionante. El artista francés es, en cierto modo, el Beethoven de la pintura. Compuso cuadros que transmitían los poderes del ruido y, sobre todo, eran capaces de recoger los lamentos de los desheredados y desnutridos.

Delacroix nos hace sentir los sufrimientos de los tullidos y presos con una inmediatez inaudita. En eso, desde luego, sí es moderno. En su capacidad de mezclar instantaneidad y totalidad. Aunque, ante todo, es un romántico apoteósico como muestra la facilidad con la que convierte el pasado en un hecho voluptuoso sin por ello restarle profundidad así como la serenidad con la que describe hechos luctuosos y se asoma a los grandes abismos y arrecifes de la historia contemporánea o la intensidad con la que pinta tanto escenas colectivas como protagonizadas por una o dos personas. Una intensidad desbordante que convierte a sus cuadros en precipicios, baúles, joyas y conjuros medievales parecidos a hechizos ocultistas. Fuego en ebullición. Sangre ardiendo.

La pintura de Delacroix es también, en cierto modo, un reflejo del fracaso del espíritu ilustrado y la Revolución. De la disolución de enciclopedismo. Una apuesta por la vida frente a la terrible dictadura del libro y las leyes. Motivo por el que creo que el pintor galo no anticipa tanto el impresionismo (que también) sino a Rimbaud. De hecho, era un rebelde. Pintaba como pudiera haberlo hecho Caín y no tenía añoranza del salvaje sino que íntimamente deseaba serlo.

Sus cuadros eran atentados contra la cultura estatal. Puñaladas a favor de la vida. Y por eso la mayoría son extremos. Porque eran prácticamente visiones. Más poemas incendiarios que reflexiones. Delacroix, ciertamente, no buscaba hacer reflexionar sino emocionar. Provocar accesos catárticos. En cierto sentido, sí, era un místico. Pintaba a los animales como si acabaran de ser expulsados del jardín paradisíaco o se encontraran exiliados y estuvieran en peligro de ser exterminados por una tormenta. Reflejando su naturaleza desbordante que, en muchos casos, se superponía e incluso golpeaba contundentemente a las «revelaciones» sobre el reino divino puestas de manifiesto por los ocultistas esotéricos.

No cabe duda, por otra parte, de que la visión romántica que poseemos del norte de África nos ha llegado directa o indirectamente a través de la mirada de Delacroix. Su estancia en Marruecos y Argelia fue un pozo de inspiración del que se alimentó y bebió toda la cultura occidental del siglo XIX. Tanto es así que, al referirnos a Oriente, aunque no lo sepamos, la mayoría de las veces lo hacemos al Oriente de Delacroix. Una tierra que describió con una magnificencia inaudita. Con maneras de grabador medieval y pintor flamenco pero también con una frontalidad absoluta. Como si fuera un pintor de la crueldad fascinado tanto por su exotismo, erotismo y sus elegantes rituales como por la manera de ejercer el poder de sultanes y califas. La forma brutal y perversa de imponer sus órdenes y provocar una violencia que, transmutada a través de la mirada del pintor galo, se convirtió en preludio temático del decadentismo francés. Una marea simbólica de ira y orgasmos que acabó resonando en media Europa cuyo rastro es posible vislumbrar tanto en los textos de Joris-Karl Huysman como en el secesionismo austriaco o los lienzos de Matisse.

No es exagerado, por tanto, afirmar que Delacroix es el gran inventor del «orientalismo artístico». Sus lienzos árabes son Las 1001 noches de la pintura universal. Una epopéyica mirada a una cultura por la que se sentía subyugado, casi hechizado, y retrató tanto con un aire realista como fantasioso. Fascinado por el ritmo de vida, los ritos y, sobre todo, los colores ocres y dorados de una tierra que transformó su forma de concebir la pintura y sus cuadros en una enorme nebulosa. Un inmenso tapiz natural en medio del que resonaban los golpes desnudos de las cimitarras, el trote de diversos caballos árabes y los versos del Corán parecían grabados en los cielos. De hecho, sus lienzos orientales son prácticamente una oración suntuosa. Un homenaje rendido a un mundo que despertó su sensualidad y ganas de vivir y le hizo vislumbrar un horizonte lúdico en medio de la atonía occidental. Volcarse en el presente y desligarse un tanto de esa oscura y perversa antigüedad por la que, a pesar de ser considerado pintor de la modernidad, se encontraba totalmente subyugado.

Se dice habitualmente que el romanticismo es un abismo, pero yo creo que, en este caso, Delacroix era el abismo. Que hay una época del arte que estuvo en sus manos y se acabó para siempre tras su muerte. Sus lienzos son, realmente, tan profundos y avasalladores que a veces tengo la impresión de que sobran las explicaciones al contemplarlos. Sí. Deberíamos citar, por ejemplo, a Gericault, Rembrandt y Rubens entre otros nombres, para poder situarlos y comprenderlos en su totalidad. Pero, en realidad, se encuentran tan llenos de vida y son tan salvajes que creo que el mejor homenaje es guardar silencio ante ellos y dejar que nos golpeen y avasallen. Que nos aturdan. Porque eso es lo que provoca este pintor: una borrasca de sentimientos inacabable. Vértigo ante las oscuras mareas del color. Shalam

التَّعَلُّمُ فِي الصِّغَرِ كَالنَّقْشِ فِي الْحَجَرِ

Lo aprendido en la niñez es como un grabado en la piedra

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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