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La muerte

Dic 19, 2016 | 0 Comentarios

Ayer murió don Felipe. Una persona cuya mera presencia daba sentido a la vida. No sé qué puedo decir de él. Con los años, cuando pase el temporal de frío y muerte, esta epidemia de egoísmo mundial que me ha obligado a escribir la Trilogía del odio, seguro que le dedico algunas páginas de un libro. Algo para lo que debo estar sereno y tranquilo. Realmente, hoy sólo puedo agradecer haberlo conocido. Acordarme de su corazón de toro y su rostro de buey. La fortaleza con la que alzaba sus brazos y manejaba el fuego o la tranquilidad y solidez con la que guiaba los temazcalis.

La mayor parte de los sábados de los últimos años los he pasado en su hogar. Tomando baños de vapor, relajándome, conociéndome a mí mismo, aprendiendo a meditar, vislumbrando escenas que luego escribiría en Ruido, Bruja o El jardinero, e intentando comprender por qué las personas entraban o salían de mi vida. La razón de que yo estuviera en México y no en España. Aquella casa era para mí un poste, un refugio donde me sentía tranquilo y a salvo, y podía ver girar el mundo sin inmutarme.

No recuerdo realmente un solo mal gesto de don Felipe. Ninguna presunción. Era, sí, un hombre bueno y probablemente sabio. Por lo general no respondía cuando yo le preguntaba algo. Lo hacía cuando menos lo esperaba. De una forma contundente que no dejaba lugar a dudas de que él estaba en lo cierto. Recuerdo verlo dejándose jirones de su piel en la danza del sol. Invocando los espíritus en la montaña en medio de un mundo que sólo cree en el tamaño de su cuenta bancaria o el color de su IPAD. Recuerdo, sí, sus silencios. Esa sonrisa. Remembranzas de su infancia como un niño muy pobre que nació con un don: ajustar los huesos de las personas con más precisión que cualquier médico. También sus años como boxeador. Cómo fue adentrándose lentamente en el complejo mundo espiritual mexicano lleno de farsantes y mendigos.

Don Felipe, sí, era la virilidad eterna. La piedra en un mar de plástico. El hombre como absoluto, arcano del tarot y fuerza inconsciente e indomable de la naturaleza. Don Felipe era un león; un tigre; un coyote; un hombre leal; el corazón de un niño en el cuerpo de un adulto. Van a pasar los años y se va a seguir hablando de él. Nadie de los que lo conocimos, lo va a olvidar. Porque don Felipe era, en parte, leyenda. Producto de la realidad pero también de nuestra imaginación. Un águila que ahora mismo debe estar volando libre al fin por las montañas en medio de temporales de nieve y calor. Los ruidos de animales contentos de tenerlo entre los suyos.

1176155_10201606508861006_650771664_nDon Felipe era una persona muy querida. Simple, sencilla y generosa. Un boxeador del espíritu. El hombre del apretón de manos. El hombre del cara a cara. De la mirada directa a los ojos. Una persona que deja un hueco en muchas vidas. Ese anciano árbol que parecía que nunca se vendría abajo. Uno lo veía y se acordaba al momento de aquellas épocas en las que los seres humanos eran granito y hablaban con los bosques y con sus manos tallaban la piedra y la tierra. Vislumbraba el principio y el origen del mundo, los tiempos de las cavernas y los ríos y los bisontes y el corazón de los arroyos y cabañas.

Don Felipe era lo opuesto a ese comercial publicitario en que se ha convertido la vida cotidiana. Era un silencio eterno que transmitía tanto o más que cualquier palabra. Un oso. Un águila. La conciencia de que es saber sufrir, lo que nos hace dignos de ser humanos. Y de que hay árboles que siempre, siempre -no importa el calor o el frío- dan sombra. Nos guarecen, protegen y además, nos enseñan a luchar. Shalam

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Sea cual sea el consejo, se breve

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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