Adoro los dos primeros discos de Iron Maiden. Esa mezcla entre el punk y hard rock setentero. Aquella sensación de principio de ciclo o de época, con sus irregularidades y tal vez, sí, pasos en falso, pero también descaro e inmensa energía. Esas melodías directas, impactantes y febriles llenas de fiereza y sensibilidad. Anarquía y autoritarismo. Viveza y apasionamiento. Ambos discos se encuentran llenos de canciones que son ráfagas de metralleta, escupitajos al suelo y también, narraciones crudas sobre la vida en las ciudades modernas. El duro ritual del trabajo cotidiano. Sí, exactamente, creo que, aun reconociendo que la banda tiene creaciones mejores, Iron Maiden y Killers son, sin duda alguna, mis LPs favoritos de los maestros del metal. O al menos, los que llevaron a este género a la madurez absoluta. Terminaron de definir junto a Judas Priest totalmente sus contornos, inspirándose en los pasos de Black Sabbath, determinadas estructuras del rock sinfónico y muchos de los hallazgos de Deep Purple, Thin Lizzy o Wishbone Ash.
Existe un ambiente, una atmósfera realmente deliciosa en ambos discos. Un aroma de libertad y experimentación contenida, sometida siempre (o casi siempre) al ritmo y melodía principales, que los hace muy disfrutables. Además, en gran medida, las dos creaciones cubrieron un hueco en el corazón de la clase trabajadora europea necesitada de músicos sin pose de estrellas que compusieran himnos a la noche y al terror, supieran describir la podredumbre que los rodeaba y fueran capaces de componer historias con cierto hálito fantástico que pudieran liberarlos de la triste realidad en la que vivían circunscritos.
Paul Di’anno era una bestia. Un espectro fantasmal que no se sabía si había llegado desde el infierno o de un concierto de The Damned en un estercolero. Era el rey del cuero. Un cruce entre Elvis y John Lydon. La voz de los demonios. El boxeador que noqueaba con un solo golpe a quien se le pusiera delante. Con un grito o un movimiento de cadera. Una presencia amenazante y efectiva. Un puñetazo al aire. El delirante que unía el punk y el heavy. Equilibraba la inmediatez de las primeras composiciones de Iron Maiden con su tendencia cada vez más acusada a los desarrollos progresivos. Además, Di’anno no era únicamente un chacal o un asesino. También poseía su parte Jekyll. Y como demostraba en la inquietante, deliciosa «Remember tomorrow» o la magnética «Prodigal son» era capaz de convertirse en un ruiseñor. Un cantante teatral y operístico cantando a la luz de la luna en una góndola rodeada de suburbios de pesadilla. Por otra parte, las guitarras de Dave Murray, Adrian Smith y Dennis Stratton eran afiladas y correosas. Parecían haber sido afinadas unos segundos antes del inicio de las canciones o que de ellas dependiera la vida de alguien. Algunas veces frenéticas, otras correosas y en ocasiones cortantes, se enlazaban de manera soberbia en apretadas composiciones destinadas tanto a hacer mover el esqueleto como a evocar paisajes urbanos tras los que se vislumbraba la aparición de esos mundos lejanos que aparecerían posteriormente en muchos de los discos de la banda. Y por último, Steve Harris componía temas que basculaban entre el realismo y lo épico, la poesía nocturna y la prosa decadente abrazándose con su bajo. Canciones en las que el rock era tanto válvula de escape como sostén ético mientras Clive Burr destrozaba una batería que sonaba a gloria. Era el perfecto acompañamiento para esta banda sonora del deshielo. Estos nihilistas pedazos de vinilo empeñados en construir un vórtice, una línea entre lo fantástico e irreal, en los extrarradios de inhumanas ciudades cuyos resplandores y sombras se filtraban en cada uno de esos rotundos, contestatarios misiles melódicos que no auguraban tanto una revolución sino un desahogo. Cantaban al desaliento y al inconformismo sin caer en el abismo de la nada como el punk.
Iron Maiden y Killers. Killers e Iron Maiden. ¡Qué placer encuentro siempre al volverlos a escuchar! Probablemente porque rezuman espontaneidad y franqueza. Fueron hechos sin excesivas presiones. Con total naturalidad. Sin preocupaciones de dinero o de cumplir altas expectativas. Como los antiguos partos atendidos en los hogares. Sin artificios. Con total inmediatez y sin una conciencia definida de lo que era la profesionalidad. Con el deseo y la determinación, sí, pero no la total conciencia. Y eso los hace deliciosos. Como el sabor de la fruta justo días antes de madurar.
Killers e Iron Maiden, sí, no cambiaron la historia del rock. Ni falta que hacía. Pues les bastaba con golpear el rostro al mundo y hacerlo tambalearse para sentirse satisfechos. Ilustrar musicalmente la atmósfera de aquellas urbes a las que Charles Baudelaire dedicara poemas infernales, convirtiendo las inhumanas megalópolis de los años 80 en distritos míticos donde monstruos, fantasmas y asesinos andaban sueltos para deleite de sus habitantes. Los fans del metal e hijos y habitantes del infierno. Shalam
0 comentarios