La última película de Lars Von Trier, The house that Jack built, es absolutamente fascinante. Una apasionante, valiente investigación y exposición de los límites éticos del arte que logra detener el tiempo y que no más importe lo que ocurre en la pantalla durante su transcurso. Porque, en realidad, no es una descripción de la mente y personalidad de un psichokiller ni tampoco una exploración de las motivaciones que lo llevan a actuar como lo hace. Más bien, es una obra que disfruta y se regodea morbosamente con sus crímenes. No los explora sino que los goza. Es decir; contrariamente a lo que suele suceder en estos casos, es una reivindicación del mal. Del placer de la destrucción. Un fresco nihilista y arisco, cortante como una aguja, tan provocativo y morboso como complaciente, que si algo demuestra es que el arte no es tanto una disciplina sino un limbo, un negro e incontrolable orificio en el que todo está permitido y es fruto tanto de un vómito del diablo como del amor de dios. Es, en definitiva, el único lugar donde los ángeles y los demonios conviven en armonía, alzan copas de vino juntos y sonríen mientras juegan a las cartas.
Un artista es alguien que lo que desea lo hace realidad en sus obras. Una máquina de corroer mentes y destruir leyes. Un criminal en potencia que, de no canalizar sus impulsos a través de su medio expresión, debería ser encerrado y por contra, suele ser aplaudido cuando logra plasmar sus malformaciones psíquicas de manera creativa.
Las sociedades pagan a los artistas para que no conspiren ni asesinen y transformen su ira en colores, palabras o melodías. Esto al menos queda claro en este desnudo y sucio aquelarre psicoanalítico en el que Von Trier se identifica con un asesino cuya misión no es tanto golpear y descuartizar compulsiva y maliciosamente al resto de personajes con los se encuentra sino a los espectadores. Y por eso The house no es tanto un filme como una performance o un documental y no hay prácticamente policías en su interior. Porque es una obra radical e infecciosa que refleja la psique de un creador. Es una incursión en un agujero mental en el que lógicamente los agentes encargados de hacer cumplir la ley han de desaparecer totalmente del primer plano de la realidad (y si lo hacen, serán burlados y ridiculizados) y los mayores temores tienen que ver con los propios cuestionamientos morales y la autocensura. Hasta qué límite están dispuestos a llegar los creadores en sus obras para satisfacer sus deseos aunque esto suponga una ruptura total con las expectativas de sus seguidores.
Von Trier parece un elfo de Wagner. Un malvado hechicero que guarda con celo el tesoro de lo políticamente incorrecto y se masturba en cada una de sus películas con los miedos, prejuicios y normas que la socialdemocracia impone. En una era, por ejemplo, en la que hay quienes se plantean llevar a la cárcel a los hombres que piropeen a las mujeres y pareciera que masculinidad y toxicidad son palabras sinónimas, se atreve a llegar donde nadie lo hace: realizar un fresco (autoinculpatorio) sobre un asesino misógino que no siente remordimiento alguno con sus crímenes. De hecho, es capaz de justificarlos gracias al inmenso arsenal de negras teorías mortuorias que tiene a su disposición. Al espíritu tanático.
Von Trier es un nazi, un racista un machista orgulloso en tiempos en los que esos calificativos son casi cadenas. Condenas de muerte para quien sea identificado con ellos. Pero estoy seguro de que hubiera sido un cocinero alemán en contra de Hitler durante el apogeo del Tercer Reich y un agitador feminista o un anarquista contrario a la esclavitud durante el siglo XIX. Porque lo que no es, en ningún caso, es un ciudadano sumiso ni un artista acomodado. De hecho, es un provocador. Un monstruo egótico y valiente al que le basta intuir un prejuicio o vislumbrar una nueva barrera moral para poner todo su arsenal creativo a trabajar. Para desmontar las férreas normas de comportamiento contemporáneas con la apabullante contundencia de las imágenes que acostumbra a filmar y la abrumadora acumulación y síntesis de materiales filosóficos y artísticos de distintos siglos que habitualmente auna. Es, por tanto, un cineasta parecido a una bestia apocalíptica. Un ejemplo de que la misión de un artista es transgredir, follar conciencias y generar debates y de que el gran problema del arte no es tanto ser mal ejecutado (que también) sino quedarse a medias de lo que propone. Porque su función es hacerlo estallar todo. Imponer su verdad absoluta y destruir la realidad. Alcanzar la apoteosis.
The house the Jack built es una barbaridad. Una obra demacrada. Una llaga cultural. Una oda destructiva tan intensa que no sólo es reivindicación de la filmografía entera del director danés sino una revivificación de sus postulados creativos. Es tanto un corte de mangas a sus detractores como un boca a boca a sus admiradores. Es una película tan coherente y extrema con sus nocturnos postulados que, al terminar de verla, sentí unos deseos inmensos de hallarme en un cine y contemplar sin descanso Europa, El elemento del crimen o Nymphomaniac y tener un intenso orgasmo estético. Porque Von Trier no deja títere con cabeza en The Jack. Mezcla, por ejemplo, con alma de gamberro y una visceralidad y profundidad bíblicas a Thomas de Quincey y David Bowie con La Divina comedia, Faustoy William Blake y al cine negro y las películas de serial killers con los grabados de Gustavo Doré y los lienzos de Delacroix en medio de un filme que es una grandiosa locura. Tanto una inmensa manifestación de megalomanía artística como una reivindicación de las potencias orgiásticas de las que brotan las creaciones. Es, en definitiva, un sangriento lienzo que muestra con absoluta claridad que siempre se puede transgredir un poco más porque, al fin y al cabo, el arte es fruto tanto de los sueños como de las pesadillas de dios y el diablo. El amasijo nauseabundo. Shalam
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