Tengo la impresión de que Ángel Mateo Charris pinta fantasmas. Un mundo (el antiguo orden burgués) que ya se fue pero que él disfruta rememorando en su imaginación. Observando cómo ha ido convirtiéndose en un territorio vacío a medida que él ha ido creciendo. Transformándose en una frontera lejana en la que sus personajes se ven confrontados por varios enemigos -la angustia, el absurdo y el disparate- que el pintor consigue hacer copartícipes de su arte y convertir en aliados.
Lo cierto es que no importa donde vayan ni donde estén, los protagonistas de sus retratos están solos. Aunque esta soledad no provoca lamento alguno porque, en cierto modo, se entiende que ellos mismos la han forzado. Son responsables de ella. La han convertido en parte indisociable de una personalidad incapaz de imponer su visión del mundo a la realidad. Lo que provoca esa frustración que desemboca en la insólita imagen que Charris retrata instantáneamente. Casi como si se estuviera produciendo ahora mismo delante su sus ojos (y los nuestros), o el pintor tuviera en su taller un catalejo o un boquete que le permitiera contemplar en vivo y en directo aquello que dibuja.
Un aspecto fascinante de sus obras es que parecen haber surgido sin esfuerzo. Haber brotado de digestiones ligeras de comida. Sus lienzos son arte «leve» en el sentido que dio Italo Calvino a este término. Un cruce entre Atún y algas de Ciudad jardín y una novela de Albert Camus. Entre varios discos de Esclarecidos y de Talking Heads. Una canción de Radio Futura escuchada en una piscina apareciendo en medio de un comercial televisivo sobre una exposición de Edward Hopper en Madrid.
No obstante, la agilidad pop de su mirada me recuerda sobre todo a la que podemos encontrar en El tercer policía de Flann O’Brien. De hecho, no me extrañaría ver a muchos de los personajes que retrata en la novela del escritor irlandés. Tal vez, sí, no como protagonistas y ni siquiera como secundarios pero sí como paisaje de fondo de uno de esos escasos libros en los que, como ocurre con las obras de Charris, el arte se convierte en dibujos animados. Zumo de naranja diluido entre consignas culturales fantasmagóricas que se autodestruyen conforme las vamos escuchando o leyendo.
Leo la pintura de Charris, entre otras muchas cosas, como un psicoanálisis de la España surgida de la democracia. O al menos, de las inconsistencias y anhelos y reflejos perdidos de su clase media-alta. Un retrato, eso sí, que evita los tintes trágicos y se centra en los cómicos o más bien, en los disparejos. En cómo uno de los fragmentos sociales privilegiados hasta hace no demasiado tiempo -la burguesía- a medida que iba perdiendo músculo económico (que no ahorros) y el mundo continuaba girando alrededor, se intentaba mantener (obsesivamente) fiel a los principios que la sostuvieron en pie y además, ejerciendo un rol dominante hace varias décadas.
Charris, en cualquier caso, no testimonia su decadencia. Ironiza sobre ella. La desmonta, confrontando a muchos de sus estandartes y símbolos a situaciones que, sí, tal vez tenían sentido hace años pero ya no. Consiguiendo caricaturizarla y ponerla en entredicho por medio de unos pocos rasgos. Esto es; focalizando la atención en detalles aparentemente banales -la insistencia en fumar puros o el buen vestir- que son indicativos de cómo toda una cosmovisión ha respondido ante el vértigo del futuro: la muerte de Franco, la Movida, el tiempo de la discoteca, el fin de los ideales o la Guerra Fría. Y, a su vez, son un testimonio de la manera en la que ha mutado y evolucionado a medida que se desataba el estallido globalizador.
Hay de todas maneras en Charris una fascinación no exenta de perversidad y nostalgia por el mundo que retrata. Una necesidad infantil porque estos vestigios no se pierdan -que dota de cierta oscuridad maliciosa a sus lienzos- y, al mismo tiempo, un deseo de que no vuelvan más, desaparezcan del primer plano y permitan que el aire fresco corra suavemente por la ciudad moderna y contemporánea.
Se percibe, asimismo, en los lienzos de Charris cierto desasosiego al comprobar que la realidad es parecida a un telediario o una agencia de viajes y que la mayor parte del relato colonial europeo era falso. Estaba protagonizado por falsos iconos del progreso a los que, sin embargo, por mor de hacer crecido y haberse educado con ellos, no puede dejar de amar y añorar. El paso del tiempo y los vertiginosos cambios sociales nos han enseñado que Roberto Alcazar y Pedrín o Tintín eran probablemente héroes racistas, como muchas de las clásicas películas norteamericanas sobre la Segunda Guerra Mundial que, dejando de lado su indiscutible calidad, transmitían los valores del Imperio Occidental. Negaban a los «otros» e imponían una mirada. Pero este hecho no puede lógicamente ni invalidar su valor artístico ni el peso sentimental que dejaron en miles de jóvenes que sí los consideraron adalides de la libertad.
Es, precisamente, de ese contraste entre lo que aquellas parábolas capitalistas occidentales pretendían ser -el bien- y lo que realmente eran -maquiavélica manipulación-; esa estatua inamovible que fueron y en aquello que el transcurrir del tiempo las ha convertido, de donde surge espontáneamente el arte de Charris. Su lúcida mirada (capaz de mezclar Hergé, Chirico y realismo en un solo plano) a la Europa surgida tras las dos guerras mundiales que es tanto un intento desesperado por resucitar e inmortalizar ciertos valores caballerescos como una ácida visión de su inutilidad actual. El significante vacío en que se han convertido. Y probablemente de ahí también proceda la eterna juventud de sus lienzos. Cuadros que parecen burbujas de Mirinda penetrando en la mente de David Lynch o aforismos extraídos de uno de los Cursos dictados por Lacan disolviéndose espectralmente a medida que se baila, se viaja o se incursiona en territorio desconocido o «amigo». Algo que no importa demasiado en última instancia porque en la pintura de Charris como en el inconsciente (y el capitalismo global actual) los límites se disuelven y son de tal modo resbaladizos que pasado y futuro e identidad y locura se entrelazan constantemente para forjar la huella artística. La personalidad del color.
En gran medida, Charris sugiere que las consignas con las que millones de europeos se educaron, ya no sirven. Pero tampoco las proclamas de los profetas del desierto virtual -Baudrillard- o real -Slavoj Zizek-. Lo que provoca, en gran medida, la impotencia de muchos de sus personajes y contribuye definitivamente a la estructura vacía de sus paisajes de los que la masa obrera desaparece a medida que el mundo entero se ha convertido en una gigantesca corporación capitalista. Tanto que así que incluso los antaño carismáticos y elegantes villanos del cine, la literatura o el cómic han ido perdiendo el aura malévola y fascinante que los caracterizaba. Por lo que de la contemplación de una viñeta de Jack Kirby o la lectura de El hombre enmascarado o una novela de Joseph Conrad, Balzac o Richard kipling se ha pasado a la de los productos del capitalismo destructivo: Ultimate Marvel. Terror nihilista destrozando Bagdag y París en medio de tremendos movimientos empresariales que sólo pueden ser completamente entendidos a partir de las teorías de la conspiración. Ese mundo que imita a las novelas de Pynchon donde un valor o un sentimiento noble se traduce en una bala en el pecho. Y un ideal, en muerte segura.
Creo -finalizando ya- que, en realidad, la pintura de Charris es una mirada a Europa, a Occidente en su conjunto, instantes antes del capitalismo tardío. Un retrato de Antonio Vega divirtiéndose y sí, drogándose, pero no convertido aún en un cadáver pálido. Un mundo donde todavía se podía descansar y dormir pero ya se sentía la sombra de internet instaurando un camino de no retorno. Esa carretera perdida, predicha magistralmente por David Lynch en su absorbente filme.
Pero, a su vez, sus lienzos aluden al tedio occidental. Ese mundo donde la aventura ha quedado convertida en un viaje turístico. Y, por lo general, nos subimos a un avión tras otro para constatar con sorpresa que todos los lugares son familiares. No hay un hotel, de hecho, sin alguien que no sepa inglés. Y los seres humanos transitamos perdidos y solos a través de un planeta que se ha convertido en un decorado de película, un comercial publicitario, una ventana de Google o una canción de pop. Tal vez porque la realidad, la muerte y el destino ya no son más que inventos y la sangre humana, electricidad televisiva.
En cualquier caso, no pienso que haya que tomar demasiado en serio las palabras que dije con anterioridad. Básicamente, porque creo que Charris es el artista del desparpajo. Esa festiva lucidez que insiste en los misterios y el silencio como medio de alcanzar un secreto. Y, sobre todo, en indagar lo que se esconde tras la felicidad. Que es finalmente lo que consigue en sus lienzos: que todos gocemos al contemplarnos a nosotros mismos y a nuestros contemporáneos convertidos en fantasmas. Que todos gritemos «soy un fantasma ¿y qué?» dentro de una biblioteca imaginaria que nos permite reconstruir la vida y el mundo las veces que queramos en medio de un presente continuo infinito. Shalam
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