El primer disco de Suicide apareció a los 4 meses de la muerte de Elvis Presley. Algo que resulta lógico escuchándolo porque parece la banda sonora de su funeral. Una marcha fúnebre y siniestra para despedir una manera de entender el rock. Un aquelarre en el que se convoca, por medio de una especie de exorcismo, el espíritu del chico guapo de Tupelo. Se le hace volver de entre los muertos para que dance por última vez. Emita unos cuantos aullidos en torno a un fuego donde ya no hay fans sino asesinos. Jóvenes punkies sin futuro y edificios derruidos. El sueño americano demolido y destrozado, enfangado en un suelo del que emergen imágenes en blanco y negro de un profeta desteñido.
Sí, el primer disco de Suicide no era una bienvenida. Era una despedida. El bramido de un murciélago augurando el fin del rock. Una elegía gamberra emitida desde calles sucias. Una profecía que si abría nuevos caminos es porque estaba empeñada en cerrar los anteriores. Y hacerlo a gritos que parecen salidos de un manicomio o una tumba profanada desde donde el rock pedía ayuda antes de expirar. Morir ahogado por sus fans y oyentes más acérrimos.
Suicide huele a peligro por todo los costados. A locura y la psicosis de un vagabundo que no puede pagarse un analista. Es un mantra esquizofrénico que se retuerce en los oídos como el veneno de una tarántula. Una especie de conga destructiva que aniquila a quien la baile, salte o intente seguir su ritmo. Es semen cayendo siempre en el lugar equivocado o donde menos se lo espera. La banda sonora de una película muda de horror repleta de monstruos. Una violación sonora. Cientos de cristales rompiéndose en los oídos sin misericordia, con una fuerza y nihilismo que no se habían visto desde que Lou Reed le dio por hacerse el autista y vengarse del mundo con su Metal machine Music.
Suicide es masoquismo. Del duro. Latigazos en la piel de quienes creían que el rock era una fiesta. Es una ofrenda a la heroína y a la cocaína. Un puñal con una punta muy afilada que se desliza lentamente en el vientre de Elvis Presley, Jerry Lee Lewis o Eddie Cocharn y no se detiene hasta que los escucha gemir. Suplicar por piedad que cese ya el tormento. Los riffs de guitarra de este disco eran parecidos a tarántulas y los sintetizadores recordaban a maracas y a balas. Bombas racimo arrojadas con los ojos cerrados sin importar el lugar donde impactarían: el rock sinfónico, tradicional, el blues, el soul o el doo-wop.
Esta metralleta sonora lo mismo pudo brotar de una nebulosa negra dadaísta que de un guitarrazo perdido de Fran Zappa o del esqueleto de Jimi Hendrix. ¿Quién lo sabe? Porque al disco sólo le falta un saxo desencajado de Charlie Parker u Ornette Coleman para que se autodestruya mientras lo escuchamos. De hecho, ni Alan Vega ni Martin Rev parecían estar en su cabales cuando lo grabaron. Eran dementes. Nocturnos seres que hubieran podido encajar perfectamente en una película de Dario Argento. Perros rabiosos a los que no les importaba construir nada. Únicamente se encontraban interesados en aumentar el nivel de sonido de sus instrumentos para mostrar el odio que les ardía en el cuerpo con la mayor fuerza e intensidad. Parecían, sí, demonios complacidos, o más bien aliviados, de poder arrojar un vómito al escenario, salpicando de paso al público. Shalam
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