Leo una entrevista a Glen Matlock en una Popular 1 de hace un año en donde se recogen unas declaraciones del célebre componente de The Sex Pistols que dejan muy claras alguna de las actuales disfuncionalidades de los festivales de rock.

En un momento dado, Matlock y su interlocutor (Julián Villaverde) aluden al último concierto hasta la fecha de la banda británica. El celebrado en Azkena en septiembre del 2008. La alusión al mítico recital se produce básicamente por el intéres de Julián en la actual relación que Matlock y Lydon mantienen. Nula (o más bien mala) al parecer. Pero lo interesante, a mi entender, no radica en saber el grado de amistad que ambos componentes del grupo mantienen sino en lo que viene a continuación.

Matlock se divierte recordando el cierre de aquel espectáculo. Cabreados porque un energúmeno había arrojado un móvil a Lydon, los Pistols decidieron pisar el acelerador e invitar a pasar una noche en infierno a los allí presentes. Se exprimieron al máximo y convirtieron el escenario por momentos en un tornado. Así es que se negaron a cerrar en el tiempo acordado y alargaron durante más de 15 minutos su versión del «No fun» de The Stooges. Ofreciendo el tal vez concierto más largo de su trayectoria. Obviamente, eso desató la locura entre el público. De alguna forma, Sex Pistols hacían honor a su leyenda. Además, Matlock conseguía vengarse así de Lydon que no sabía qué coño hacer durante tanto tiempo en el escenario (dado que no toca ningún instrumento). Pistols tocaban y tocaban y, durante unos instante, aquel espectáculo se convirtió en un verdadero ritual. El punk era eso. Nació para noches así. Para la incineración, el desorden. Honrar la destrucción.

Pues bien, precisamente ese cuelgue provocó problemas con la organización. Todos sabemos los estrictos horarios (casi de oficina) de los Festivales en la actualidad. Así es que Sex Pistols no debían seguir tocando. ¿Qué estaban haciendo esos músicos? Seguro que hubo alguien por allí que pensó en cortarles el sonido. Y eso incluso en Azkena (que es de lo más auténtico que hay). Y bueno, pues a ese punto quería llegar. A esa contradicción. Porque, al fin y al cabo, si Sex Pistols estaban tocando allí, estaban dando dinero no era por ser buenos chicos. No era por ajustarse a horarios. Era porque lo mismo esa noche podía arder al completo el escenario. Era porque lo mismo el cantante ni aparecía allí y si lo hacía comenzaba a vomitar ciego hasta las patas. Era porque fueron una banda de gamberros, en gran medida imprevisibles. Eran la furia y el descontrol. Y de esa leyenda (falsa o verdadera, eso sería otra cuestión) es de la que se alimentaba el Festival para vender entradas. Era esa leyenda, ese mito precisamente lo que trajo a la gente allí. Pero las estrictas normas, la profesionalidad, el dinero en juego (el capitalismo) hicieron precisamente que hubiera fricciones. Nervios detrás del escenario debido a que la banda se estaba extralimitando en su horario. Nervios porque ni más ni menos que los Sex Pistols estaban tocando muchos más minutos de lo esperado, de lo acordado. Cuando (da hasta risa decirlo) era precisamente la posibilidad de que pasara algo inesperado lo que hacía que la gente acudiera allí. Daba un contenido a los temas, a la música. Era eso por lo que todo el mundo estaba ahí y por lo que el Festival podía presumir de tenerlos. Supuestamente por la locura, por la rabia, por lo imprevisible y por los errores.

En fin. No sé si me he explicado. A mi entender, esa es una flagrante contradicción o más bien una disociación neoliberal. El fuego y el negocio nunca se han llevado bien salvo cuando alguien logra la recalificación de un terreno merced a un incendio en un bosque o una zona protegida.

En realidad, no sé si tiene solución pero acotar tan estrictamente el horario de bandas que precisamente se han convertido en legendarias por romper las reglas, me parece demencial. Una prueba de que no todos pero sí muchos de los macrofestivales se han acabado convirtiendo en inofensivos parques temáticos del rock; de que la lógica de los Festivales atenta precisamente contra los mandamientos (si los hubiera) del rock. Al fin y al cabo, un negocio corporativo. Otro más. Eso sí, ¡Qué negocio! Shalam

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