Si no fuera por el viaje que Sun Ra confesó haber realizado a Saturno en su primera juventud tendría a este excéntrico anarquista musical por un rastafari. Un antiguo miembro de Sión perdido en medio de la Babilonia americana. Pero la importancia de su periplo astral fue tan importante que ya únicamente puedo concebirlo como un extratarrestre o un iluminado. Alguien más allá del bien y del mal para el que, no obstante, la música era un lenguaje divino. Una manera de penetrar en el corazón de dios, expandirse hacia el universo, dialogar con las estrellas y respirar como un ave.
Siendo justos, Sun Ra, sí, no era exactamente un músico. Al menos uno tradicional. Porque para él, como posiblemente también para Charlie Parker o Miles Davis, la música era un canal. La gasolina para comenzar un viaje enigmático y misterioso. Casi un descenso al inframundo. De hecho, sus discos se encuentran llenos de agujeros, hormigas, picos de aves, cabellos de dioses egipcios, ojos de gata, palabras en sánscrito, piedras, cráteres de Marte, monedas de la Atlántida, burbujas y arena de negros desiertos.
Algo que me resulta fascinante de Ra es la sensación de libertad que transmiten sus composiciones. La gran mayoría son rutas místicas y cósmicas. Combinan la experimentación más feroz con el swing salvaje y sensual. Son semillas del África negra mezcladas con ácido. Raíces de un vetusto árbol en cuya savia se encuentra la memoria del planeta.
Ahora que lo pienso, probablemente, Sun Ra sí fuera un rasta. Al fin y al cabo, él era un hombre plural, un animal multicolor y, por tanto, podía serlo todo. De hecho, fue el águila del rock. Un ave que cuando volaba, conseguía llegar tan lejos que su rastro se perdía y cuando caminaba a ras del suelo casi que se atragantaba con las cucarachas escondidas bajo la tierra. Fue un galápago artístico cuyo modo de vida se encontraba en las antípodas del individualismo moderno y muy próximo a un colectivismo agrario y arcaico porque Sun Ra podía ser un hombre diferente al resto, pero sí tenía algo muy claro: que la raza humana debía danzar diariamente de la mano para calentar el corazón de los dioses y de los animales de fuego y agua, y alcanzar la felicidad.
Sun Ra fue, como su nombre artístico indica, un sol, sí, pero negro. Un planeta en ebullición continua que grababa discos donde era capaz de hacer resonar las vibraciones de los astros y conjugarlas con tambores tribales y martillos sexuales. Vivía ciertamente mucho más atento al ritmo del planeta que al de la sociedad. A su propio mundo interno y no al calendario.
En realidad, Ra era un dios y un desplazado. Un emigrante y una estatua indestructible. Un coloso que no pertenecía ni al futuro ni al pasado. Era alguien prácticamente inmortal. Un gigante procedente de otros mundos que consiguió que lo que menos importara al referirse a él fuera precisamente la música que interpretaba puesto que, a su paso, parecían abrirse mares y océanos. Grietas de la psique humana tras las que emergían continentes y se vislumbraban destellos de universos cegados por oscuras estrellas. Shalam
إِنْ ذَهَبَ عَيْرٌ فَعَيْرٌ فِي الرِّبَاطِ
Si un asno se va, siempre queda otro en la atadura
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