Lo que amo de la música electroacústica es la posibilidad que me permite de imaginar paisajes y situaciones, adaptando cada atmósfera a cualquier vivencia que experimento. A cualquier aspecto de la vida al que desee referirme o por el que me sienta involucrado cuando la escucho.
Cada obra transporta al oyente a diversos lugares que, gracias a la abstracción musical y a la experimentación, le permite dejar volar la mente. En gran medida, cualquier composición puede en sucesivas exposiciones, conducirnos a muy diversos espacios a no ser que al escucharla nos haya ocurrido un hecho de alto impacto emocional. El significado y sentido no están en absoluto fijados. Y es tan probable que un día un disco nos parezca la banda sonora de una película de ciencia ficción protagonizada por robots como que, horas después, relacionemos sus notas musicales con nocturnos recorridos por las alcantarillas de las ciudades modernas. Tan fácil que identifiquemos ciertos movimientos musicales como críticas odas a la civilización moderna como que los consideremos perfectos acompañantes en medio de un atasco o laudatorios poemas sonoros cuyos ruidos y reverberaciones no serán entendidos completamente hasta que nos introduzcamos en un rascacielos.
Esto, repito, es lo que me fascina de la música aleatoria y electroacústica. Que cuando empieza a sonar un disco, abro una puerta. Comienzo un viaje que no sé (ni recuerdo) hacia dónde me llevará ni, desde luego, cómo finalizará. Desconozco si me hará pasearme por otros siglos, recordar mi infancia, convertirme en un animal o correr a lo largo de una enorme mansión asustado por el constante crujir del techo. O si tendré los ojos de una lagartija pegados a los míos durante varios minutos y una mano acariciará mi cuello levemente mientras camino por un túnel.
Ciertamente, todo es posible entre sus surcos y, debido a ello, me resulta incomprensible el sobado dicho de que este estilo es aburrido. Al contrario, yo diría que las mentes que lo denigran o bien son totalmente planas o no se han dado (o permitido) la oportunidad de viajar a ciegas por uno de estos discos. Tal vez por las premuras del mundo moderno o ciertos prejuicios que resulta muy difícil derribar si los oyentes no consiguen establecer un puente entre su vida y la música. Si no se dan la oportunidad, por ejemplo, de aspirar unas bocanadas de hierba, cerrar los ojos y dejarse llevar allí donde les conduzca el sonido. Olvidándose aunque sólo sea por una vez, del ruido y de los ritmos tanto de su cerebro como del presente. Los señores de la desaparición.
Poco sé de la obra Cuenca de Eduardo Polonio (apenas que fue compuesta o grabada en la ciudad manchega) y eso no me impide disfrutarla en absoluto. Al contrario, diría que es precisamente mi desconocimiento de sus intenciones, lo que me hace adentrarme en ella profundamente. Con mayor pureza. Abierto a lo que venga y, sobre todo, a dejar fluir el cerebro al ritmo del sonido, el aire que respiro e incluso a lo que acontece a mi alrededor conforme voy penetrando en ella. ¿Qué interpretación le doy? Ummm, más bien, la pregunta correcta sería a cuál de todas mis interpretaciones y visiones me gustaría referirme hoy.
Lo primero que pienso es que Cuenca es una obra que habla en clave privada e íntima del estado de bienestar. De la socialdemocracia. Una inmersión en un inmenso placebo que crea cierta ilusión de protección sentimental pero, que conforme el tiempo transcurre y la atonal, casi inexistente melodía se desarrolla, se transforma en un espacio y experiencia inquietante. Cada vez más deformada. Hasta que asistimos perplejos a cómo, a medida que los sonidos se tornan oscuros y duros y se abren nuevas rendijas sonoras, la ilusión de paz y comodidad, de seguridad, se revela falsa. Comienza a resquebrajarse, según las notas musicales se endurecen y chillan, cayendo como gotas de agua sobre tuberías que son representaciones de nuestras esperanzas e ilusiones. Superficies techadas que se abollan con la misma facilidad con la que lo ha hecho recientemente nuestra idea de bienestar o democracia. La seguridad de las pensiones, el dinero en el banco, o la libertad de expresión.
¡Tal vez demasiado! ¿No es así? Pero, ¿tengo que mentir? Para mí, Cuenca es un disco que habla de la caída del estado de bienestar español dos décadas antes de que se produjera. Aunque esa impresión probablemente cambie mañana como lo hizo ayer cuando, al escucharla, creí estar dentro de una nave espacial, viajando a través de una oscura galaxia sin apenas certidumbre alguna, o lo hará dentro de unos minutos si se me ocurre volverla a poner mientras finalizo este texto. Lo que, en el fondo, más allá del jaleo y las sugerencias mentales, me remite a una obra sugerente e inquietante. Una sinfonía musical que lo mismo puede servir como fondo de una imaginaria película de terror muda, un paseo por una megalópolis moderna o para ilustrar el funcionamiento de la mente de varios esquizofrénicos recluidos en un sanatorio mental. Pura artillería sonora que merece la pena chutarse de vez en cuando en el cerebro. Permitiendo que recorra la sangre de arriba abajo y diga libremente, como un oráculo loco, aquello que desee expresarnos.
Obviamente, una música con tan plurales características no podía haber surgido sino en el siglo del psicoanálisis y las múltiples y libérrimas teorías sobre la interpretación y los códigos artísticos. En un mundo semiótico y también totalmente deslabazado. Dentro de fronteras desequilibradas que para expandirse necesitan tanto destruir sus límites como fortalecerlos.
De hecho, si nos fijamos, escuchar un disco de electroacústica es lo más parecido a realizar el Test de Rorschach. O básicamente, pintar diariamente un lienzo en blanco. Pura perplejidad y asombro. Pues al contrario que la música tradicional, que esas óperas sin cuyo libreto se nos escapa una parte esencial de su constitución, aquí la meta es trabajar con unos cuantos materiales conocidos para adentrarse en lo desconocido. Comenzar a escuchar la inexistente partitura pensando que lo sabíamos todo y salir de ella, reconociendo que no sabíamos absolutamente nada. En definitiva, cruzar el otro lado del espejo para aprender a decir en un idioma extraño que, si fuera necesario, volveríamos a nacer una y otra vez. Aunque no alcancemos a saber nunca por qué. Shalam
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