Siempre he situado en cajones similares en mi cabeza a John Waters y Robert Crumb. Los dos son altos, llevan bigotes elegantes, hablan del sexo sin complejos y parecen haber nacido en los años 20 del pasado siglo. Tanto es así que podrían aparecer como extras en cualquier secuencia de Boardwalk Empire sin necesidad de maquillarse o utilizar un atuendo especial. Y además, de alguna forma, ambos han convertido su arte en una sesión de psicoanálisis. Una manera de reconocer, exponer y aceptar su enfermedad. Y también de expurgarla. Porque lo que queda claro en sus películas y cómics, es que la enferma es la sociedad y ellos son más bien resultado y consecuencia de ella. Que América está podrida de arriba abajo y todos estamos condenados, pero no por ello hemos de perder el sentido del humor o dejar de disfrutar de la vida.
Robert Crumb es tal vez el más peculiar de los autores de cómic underground norteamericanos. El que mejor ha continuado la sátira de revistas como MAD. De hecho, el gran mérito de este oriundo de Filadelfia es haber caricaturizado la era hippie y toda la ola de amor y paz surgida de los 60. Ciertamente, ese es uno de sus grandes logros: atacar y descojonarse con la misma virulencia del consumismo que del hippismo. Realizar sátiras llenas de bilis y testosterona macarra tanto de la cultura oficial como de la contracultura de la que se convirtió en un referente a partir del éxito de Zap Comix y otras publicaciones como East Village Other u Oz. Porque lo fácil era atacar al ciudadano medio que consumía Coca-Cola, televisión y se endeudaba de por vida para disfrutar de una casa con jardín y un automóvil gigantesco. Pero mucho más valiente era destripar y analizar corrosivamente la cultura de la marihuana. A todos esos jóvenes que se colgaban del ácido y las guitarras, pregonaban el sexo libre y estaban convencidos de protagonizar una revolución gracias a la que el cielo bajaría a la tierra. Y hacerlo además con tanta virulencia e inteligencia que, en vez de ser denigrado y atacado, Crumb terminó convirtiéndose en un icono del rock hasta el punto de que Janis Joplin y su banda le contrataron para que diseñara una de sus más célebres portadas. Y los Rolling Stones le persiguieron sin éxito durante su retiro en una granja para que colaborara con ellos.
Robert Crumb es una mezcla atípica entre el blues y el punk en el mundo del cómic. Entre el no future y la nostalgia por el mundo rural y tradicional norteamericano. Sus viñetas son más lúbricas y sucias que cualquier Playboy porque son reales. Muestran al americano vulgar que puebla las ciudades y pueblos e inunda los festivales de música sin magnificarlo pero celebrando su existencia. Y sobre todo, su sexualidad. Una sexualidad sin control y degradada que prevalece sobre cualquier tipo de moral y es mostrada sin ningún tipo de censura o miedo y con la suficiente acidez para convertir a sus cómics (voluntariamente o no) en una prueba de que el sexo libre no soluciona nada. Tan sólo los deseos primarios. Y tal vez hasta pudo ser una treta para dividir aún más la sociedad. Porque el sexo en Crumb en ningún momento es amable y liberador. Es bestial. Brutal. Feroz. Lúbrico, masturbatorio y antiestético hasta el punto de que no sólo ha recibido ataques de las feministas y los habituales abanderados de la moral sino de los frecuentes consumidores de pornografía sofisticada. Pues en gran medida es un muestrario de perversiones y debilidades como pocas veces se ha visto en el mundo del arte. Un pesadilla para cualquier sociedad -sea conservadora o liberal-.
Crumb es el artista casual y autista. Alguien que vive en su mundo, intentando ordenar sus traumas y vivencias y es factible imaginar feliz mientras escucha música de hace prácticamente un siglo, de cuyas anécdotas y deseos Freud hubiera sacado material para unos cuantos ensayos. Es, sí, un cruce entre Russ Meyer y el Woody Allen más disparatado y neurótico (el de la primera etapa) que además creó una serie de personajes que son símbolos feroces de su época.
Varios de ellos son bastante conocidos como es el caso de Mr Natural o Mode O’Day. El primero es una vivaz parodia de todos esos gurúes que salieron de debajo de las tierras a medida que el verano del amor se desarrollaba y los jóvenes occidentales buscaban referencias y respuestas tanto en las drogas y la música como en la culturas orientales o la mera contemplación del Universo. Y la segunda es una ácida pécora. Una mujer ambiciosa y vulgar por medio de la que Crumb realizó su desternillante crítica al consumismo y además, escapó un poco del hippismo para penetrar con su desenfado acostumbrado en los territorios ambiciosos del capitalismo. Aunque, sin dudas, el gato Fritz es el más famoso. Un voraz felino que recuerda a algunos de los más inquisitivos personajes de las novelas satíricas. Un gamberro individualista y jocoso que lleva al límite los presupuestos nitzscheanos y anárquicos y en cierto modo, anuncia el futuro corte de mangas que los punks darán a los creyentes del amor puesto que sus sentimientos se confundían con su sexualidad y sus deseos y mala leche no conocían fronteras.
No obstante, el mejor y más conseguido personaje de Crumb es él mismo. De hecho, soy de los que piensan que, de no haber expuesto su verdadero yo en sus obras, no se habría acabado convirtiendo en un icono cuyas andanzas son referencia ineludible por ejemplo para la eclosión de bombas nihilistas y divertidas del cariz del Odio de Peter Bagge. Sobre todo, porque si Crumb no tiene con alguien piedad es consigo mismo. Pocos autores han llegado a retratarse de hecho con tanta frontalidad, exponiendo sus más oscuras tentaciones y pasajes autobiográficos sin importarles en absoluto ser quemados en la hoguera pública. Tal vez esto -además de sus maravillosos retratos de viejos bluesmen- sea lo mejor de su obra. La radicalidad con la que expone sus experiencias y deseos sin miedo a quedar ridiculizado. La sinceridad con la que narra la vida de un joven desnortado y un tanto idealista e inocente que se encontraba completamente obsesionado por las piernas y senos de las mujeres, hasta el punto de no poder llevar a cabo ocupación alguna. La crueldad y simpatía con la que describe las decenas de rechazos que sufrió cuando era un muchacho fascinado por el ácido y cómo la llegada del éxito, lo convirtió por arte de magia en tentación de todas esas féminas (a quienes retrató sin piedad, recato y rubor alguno) a las que había seguido por las calles con la lengua fuera como un perro.
Crumb es un caso único. Alguien elegante y sucio. Un artista transgresor pero también tradicional. Uno de esos escasos salidos que no provocan rechazo porque fue capaz de mostrar con absoluta rotundidad cómo la testosterona se imponía a su intelecto. Un hombre incontrolable que no obstante, transmite una imagen de tranquilidad y sabiduría nada calculadas y que probablemente son producto de haber hecho lo que le daba la gana en todo momento. De haber puesto en primer lugar su criterio antes que el de la industria.
Lo dicho, una rara avis capaz de convertir la vulgaridad en arte rabioso y sublimar la educación represiva de sus padres y la enfermedad de sus hermanos en una serie de viñetas viscosas y grotescas, llenas de fuerza, que parece que tienen pegadas manchas de semen en sus páginas y que, de un momento u otro, va a brotar humo de tabaco de ellas. En fin, un ejemplo de que en el arte norteamericano el pantalón vaquero es un icono de una fuerza simbólica superior al traje de franela y la corbata y de que la inmortalidad va de la mano de la brutalidad. Shalam
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