Una canción que se llama «Tarzan Boy» no puede ser cualquier canción. Tiene que ser una locura. Una muestra de lo que unos cuantos productores y truhanes italianos fueron capaces de hacer para fabricar un himno y encontrar una letra que por simple y estúpida terminara por ser sutil y esquiva. Una lanzadera del pop más juguetón y machacón pero también por eso mismo más directo al corazón. A lo pies y a la pista de baile. Al pintalabios, la falda y el pantalón de pinzas.
Hay que estar muy loco para denominarse a uno mismo chico Tarzán o ser demasiado canalla. Estar dispuesto a meterse mucha droga, follar cuanto sea posible y gozar y filtrear con ambos sexos sin miedo a morirse. Sin temor a la aventura. Muchas veces me pregunto qué fue el italo-disco y en realidad mis disquisiciones cesan en cuanto escucho el estribillo de este selvático tema. Una macarrada que se podía bailar por igual en las ciudades, las playas o en las piscinas americanas que me hace rememorar cientos de imágenes: Johnny Weismuller recorriendo de árbol en árbol urbes modernas llevando en sus manos a un puñado de muchachas adolescentes. Travesuras en tardes soleadas. Pijos italianos celebrando el triunfo de Italia en el mundial 82. Un grupo de niños bailando antes de tirarse al mar desde un acantilado. Y unos cuantos jóvenes besándose por primera vez. Noche a noche.
«Tarzan boy» es un tema que alude al consumismo colectivo como forma de adocenamiento y borreguismo pero también como festivo mantra. Es un hit realizado para gente que no tenía mayores problemas que saber si aprobarían todas las asignaturas en verano o qué ropa ponerse los sábados. Y también una píldora de felicidad sin necesidad de meterse química en el cuerpo. Un reconstituyente para hombres-simios y mujeres banzai. Una bestialidad realizada para unir al grupo o la pandilla cuando están peleados y destinada a revivir a cualquier suicida. «Tarzan boy», sí,es el tema de la infancia y la adolescencia y también de la eterna juventud. La banda sonora de Peter Pan y las películas de niños pandilleros. El motivo por el que merecía la pena salir los sábados, aguantar hasta que cerraran la discoteca y hacer un coro con los amigos cuando estaban borrachos. La sensación de que a pesar de todo, la vida es fiesta. No es sólo drama. Y hay una parte de nuestro corazón que es incontenible. Misterioso y Tarzán. Tarzán y devorador. Hay una parte de nuestro corazón, sí, que siempre está de fiesta y siempre lo estará. O al menos debería estarlo hasta el fin de los días y el resto de vidas que nos queden por vivir. Porque la vida en la jungla, sí, es, fue y será maravillosa para un chico Tarzán. Noche a noche. Noche a noche. Y hasta el confín de los tiempos. Shalam
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