Recuerdo que hace años las islas eran un símbolo de libertad. Cuando yo imaginaba un lugar donde estar en paz pensaba en un pequeño pedazo de tierra en medio de un océano con unos cuantos árboles para recoger frutas y poder hacer una cabaña. Pero los tiempos han cambiado. Tanto que estoy seguro que la mayoría de islas se han convertido en pequeños reflejos de la globalización donde lo más probable sea volver a encontrar tan sólo un tanto disminuidos (sino aumentados) los mismos problemas del mundo moderno.
La naturaleza es hoy en día esclava de la tecnología excepto los días de terremoto, tifán o vendaval. Los escasos momentos en que una furiosa tormenta arrasa con todo. Los monasterios cobran su estancia a los extraños como si fueran hoteles. Y sus responsables tienden al proselitismo si los frecuentamos demasiado. Asimismo, Internet ya está en todas partes. Su avance es incontenible. Por lo que entiendo que el símbolo actual de la libertad es, sí, -aunque suene paradójico- la prisión. O tal vez el manicomio. Pero por encima del resto, la prisión. Una afirmación que probablemente parecerá arriesgada y desproporcionada pero entiendo que responde perfectamente a la lógica interna de estos tiempos en los que para poder pensar con cierta serenidad hay que buscar lugares proscritos. Lugares derruidos por el imaginario social. Devastados. Para así poder, aunque sea muy levemente, encontrar una barrera que pueda oponerse al trasiego de voces que vienen y van de todas partes y que los mass-media tienden a unificar con su avasallador discurso.
Realmente, imagino una cárcel donde la mayor parte del tiempo no pudiera usar el teléfono ni ver la televisión y pudiera disponer de tiempo para leer y socializar con los otros presos y creo que podría soportarlo perfectamente. Casi que me conformaría con esa vida. Mirar el mar a lo lejos desde una ventana. Leer los clásicos de otros siglos una y otra vez sin tener por qué estar pendiente de las novedades o el consumo. Tal vez escribir un avería cada varios meses. Agradecer una comida simple y bien hecha. Conocer algún recluso y entablar una fuerte amistad con él a base de pocas palabras. Y en esencia, prepararme para mi muerte y olvidar la comedia cotidiana. No es mal panorama. Sobre todo, pensando que tal vez podría guardar silencio durante semanas y nadie me preguntaría por qué ni se entrometería demasiado en mi intimidad. Estaría yo solo, preso (pero libre internamente), frente al mundo y la farsa habitual habría terminado. Todos me considerarían un fracasado o un perdedor y podría yo así -más allá de los rituales cotidianos carcelarios- consagrarme por entero a mi ser. Shalam
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