Me encanta cómo pinta Frans Fracken el joven los aquelarres y encuentros de brujas. Con ciertos tintes maravillosos y mágicos que, no obstante, no son suficientes para que sus frescos sobrenaturales sean muy distintos de los paisajísticos o aquellos dedicados a colecciones de objetos realizados por él y otros artistas holandeses. Para Fracken, las brujas no son algo viscoso. No están relacionadas con lo mórbido, la nostalgia y la melancolía sino más bien -lo dije antes- con lo maravilloso. La alquimia. Y por eso es que, probablemente, sus brujas tienen aspecto o bien de mujeres normales o de magas. Señoras con determinados poderes y habilidades que no tienen por qué encontrarse relacionadas con la oscuridad.
Esto último queda claro echando un vistazo a los colores de sus lienzos. Los negros, por ejemplo, no son cortantes ni agresivos sino sugerentes. Una invitación a la fantasía. Una insinuación. Y sólo, a veces, también una amenaza, pero de la misma naturaleza inquietante que puede serlo una tormenta o una pesadilla nocturna.
Fracken disfruta observando las reuniones de brujas. Comparándolas en su mente con las celebradas por lectores del tarot, pintores y cabalistas en la corte de Rodolfo II. Compone alucinados, fantasiosos retablos donde no queda un hueco libre y no hay reposo, que son lo más parecido a carnavales o delirios mentales. Para Fracken, la brujería es un capricho. Un goce divino. Una ciencia que es necesario conocer y de la que disfrutan tan sólo unos privilegiados.
Fracken concibe la brujería como otro más de los iconos barrocos. Una disciplina que explica su época: el caos, el mundo del revés, la iconoclastia, las guerras fratricidas europeas y las atronadoras, soprendentes noticias procedentes de América. Sin embargo, su mirada no acusa ni culpabiliza de estos hechos a las hechiceras. Más que culpables, la considera consecuencia del terremoto barroco del que participan de su carácter jocoso, corrosivo y desmitificador. De hecho, la brujería aparece en los lienzos de Fracken casi como un trasnochado recuerdo de las alegorías medievales. Y brilla en ellos porque eran las supercherías y las indagaciones irracionales las que gobernaban la psique de Occidente dado que, en su época, la religión se encontraba en crisis. Era la responsable de cientos de guerras, debates y revueltas estériles y la ciencia aun no la había suplantado.
Las brujas de Fracken logran conectar tiempos diversos con sus risas, sortilegios, carcajadas malévolas y sus juegos mentales y espirituales y además también consiguen hacer hablar con voz de loro a animales salvajes y construir rendijas, agujeros para que los seres humanos respiren. Ofrecen respuestas y, sobre todo, interrogantes, enigmas, que permiten visualizar la existencia como desafío.
En los lienzos de Fracken se escucha música porque la mirada con la que han sido compuestos, es abierta, seductora y sensorial. Sus lienzos se encuentran a medio camino entre las diabólicas alegorías de El Bosco, los futuros frescos románticos, las tragedias de Goethe y la explosión operística. Muchas veces los espectadores sentimos que podríamos acceder a la escena allí retratada con toda naturalidad y escuchar las voces y conjuros de algunos de sus delirantes protagonistas.
Los lienzos de Fracken, sí, son fanfarrias. Se encuentran llenos de colores deformantes teñidos de una extraña belleza casi salvaje, que nos incita a dejarnos llevar por las pasiones. Nos subrayan la necesidad de que convirtamos el sexo y la imaginación en motor de nuestra vida si no queremos quedar atrapados por lo que se encuentra en el otro lado del reverso de las escenas aquí mostradas: el aburrimiento y la apatía. La torre religiosa y la política. Hechiceros probablemente mucho más peligrosos que los mostrados por Fracken en sus lienzos llenos de misterios y sortilegios a través de los que la conciencia humana respira, se alimenta y, finalmente, alcanza a liberarse de la sinrazón y el fanatismo. Shalam
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
Acumulando mucho polvo, se puede crear una montaña
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