No entiendo por qué se acostumbra a decir que Goya era un ilustrado. El pintor aragonés nació durante la Ilustración pero tenía alma de romántico. Se encontraba absorbido por las tinieblas. Aunque considerarlo un romántico tampoco me parece correcto. En realidad, siendo sinceros, me agrada imaginarlo como un pintor medieval. Un artesano que se ha fugado del taller donde urde elaborados vitrales porque se encuentra fascinado por los poderes ocultos, de la misma manera que abandonó anteriormente un monasterio, harto de escuchar siempre los mismos sermones. Los discursos monocordes de los párrocos.
Creo que Goya, sí, fue en algún momento (tal vez en otra vida), un muchacho que necesitaba explorar las distintas dimensiones de la vida en total libertad. Deseaba conocer los bailes de máscaras que se desarrollaban en los pueblos, ciertas fiestas de las que había oído hablar donde hombres y mujeres danzaban travestidos o dormir una noche al aire libre contemplando la luna sin que nadie lo vigilase ni le amenazara con los suplicios que le sobrevendrían tras su muerte. Y además, tenía entre ceja y ceja pintar los bosques y las putas como las veía. No como le subrayaban que había que verlas.
Goya era un perro sediento y hambriento. Quería comerse las tinieblas y no se contentaba con describir una fiesta. Necesitaba acceder a ella. Por eso era siempre -no importa que apareciese o no- el protagonista de cada uno de sus lienzos oscuros. Porque Goya era un minotauro. Un señor que no se sentía cómodo del todo en la civilización. Le gustaban el jamón, la carne de cabrito o las alubias, beber vino y observar a los toros y a los caballos correr. Y, sobre todo, los rituales ancestrales.
La totalitaria personalidad de Goya, al igual que la de Beethoven, conseguía siempre hacer suyo todo aquello en lo que ponía el ojo. Su pincel transformaba en verdad absoluta lo que plasmaba en sus cuadros, como ponen de manifiesto sus negros lienzos dedicados a la brujería. Goya disfrutaba haciéndolos. Su ser íntimo empatizaba con esos despojos humanos. Esos excrementos que percibía que no eran una amenaza para el mundo sino un motivo para su supervivencia. Eran escarabajos humanos sin los cuales la claridad y la razón presentes en los libros no podrían reinar.
Las brujas para Goya eran esenciales debido a su demencia. A que no podía decirse si estaban vivas o muertas. Eran un pedazo del corazón de la bestia humana. Pensamientos torcidos procedentes del subsuelo. Carne podrida a la que los buitres no se acercaban. Un puñado de insectos que probablemente sobrevivirían a príncipes y filósofos. Pues sin pronunciar una palabra, tenían la capacidad de sugerir más que la mayoría de los libros escritos. Mostrar la verdad desgarradora con un gesto o uno solo de los aullidos con los que celebraban sus aquelarres.
La brujería para Goya era un festín. Un foco de infección purificador sin el cual no se podía entender el mundo. Goya amaba a la Celestina. Estaba enamorado de su voz de urraca y de su nariz porque Goya despreciaba el amor y amaba la carne. Le gustaba la tierra y emborracharse. De hecho, usaba el pincel para embriagarse. Goya se soñaba diariamente con una cola en el culo. Se veía a sí mismo como un centauro lleno de pelos. Se creía un animal, como prueban sus lienzos. Manifiestos de arte bestial inundados de colores brutales. Los rojos, por ejemplo, parecían sangre y los negros, mierda.
Goya no era sutil. Era una montaña. Lo que hacía, lo sentía. Su corazón no le dolía. No se encontraba dañado. Porque era un trágico. Para él, todo era un drama. Y cuando retrataba a las brujas, nos sugería que su desdicha no era otra que saberse inmortales. Entender que nunca morirían pues cuando lo hicieran, expiraría el mundo. Shalam
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