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El mago

Jul 31, 2015 | 0 Comentarios

Hay un cierto aire de inquietud y tristeza en el rostro de mago. Aunque tal vez no sea sino un reflejo de las dudas e incertidumbre de quien lo mira. Pues ya nadie cree en la magia y probablemente tampoco en los planes y estrategias.

Los seres humanos fornican como cabras en las cavernas. La luna resplandece bella en noches que duran no días sino semanas y años. Las enfermedades diezman las poblaciones. Y manipulaciones e intrigas propagan la codicia, la molicie y la avaricia por todos los poblados. Y ante esas condiciones y circunstancias, el mago sabe que no será escuchado. La mayoría de seres pasarán por su mesa y lo mirarán apesadumbrados. Indiferentes. Alguno le pedirá un remedio para curar su enfermedad, un ungüento con el que recuperar la fortaleza que tenía de joven, algún truco para recuperar a su antigua amante y proseguirá el carnaval habitual. Esa fiesta de máscaras por medio de las que los hombres y las mujeres evitarán escuchar su voz interior. La voz del niño. La voz del mago. Alguien considerado por la mayoría un ruin estafador cuando, en realidad, no es más que una advertencia. Una proposición. Una carta que indica con claridad que cada uno de nosotros tenemos dones. No estamos únicamente en manos de los dioses o el destino. Tenemos nuestros instrumentos, posibilidades y estrategias y depende de nosotros movernos en una u otra dirección ya que, al fin y al cabo, la vida es magia. Respirar, abrir los ojos. Nadar. Meditar. Correr a través de una montaña. Leer. Un embarazo. El aire fluye a través de nuestros enfados y neurosis y hasta de nuestras obsesiones. Y es necesario ser flexibles y, aunque parezca mentira, creer un poco, sólo un poco en nosotros mismos.

De hecho, El mago no ofrece hechizos ni encantamientos sino, ante todo, conciencia. Conciencia de que la existencia es un milagro, aunque no está exenta de peligros y problemas. Razón por la que es necesario evaluar nuestras posibilidades e instrumentos para llevar a cabo nuestros fines. Conscientes, vuelvo a repetir, de que esa misma posibilidad es dichosa. Se encuentra en los primeros capítulos de los libros de aventuras e iniciados. En el principio de todos los ciclos épicos. Camelot, Gilgamesh, don Quijote, la comunidad del anillo.

Cuando ya se ha decidido que se viajará, o lo que es lo mismo, que se vivirá (El loco) aunque no se sepa ni por qué ni para qué, llega el momento del recuento. El mago. La hora de armarse y saber si disponemos de un caballo para atravesar los bosques, quiénes son nuestros aliados y los víveres y oro que podemos echar en la faltriquera. Y es por estos motivos que por su sola presencia, El mago nos protege. Sin necesidad, eso sí, de pronunciar un hechizo. Al contrario, más bien nos advierte con su traje de arlequín, de que hemos de estar preparados para todo: surcar mares y derrotar rencores. Besar labios y caer abatidos ante la puerta de castillos cuya puerta nadie abrirá. Superar intentos de suicidio, llegar a puertos donde el comercio de especias aún no se realiza con dinero, fracasar una y otra vez, volver a levantarnos, destrozar templos y estatuas que son vestigios de un pasado inmemorial que ya no sirve y componer canciones cuyos sonidos abran los sentidos y apetencias. Den carta libre al goce y la alegría. La dicha y la jovialidad.

El mago es un eficaz antidepresivo. Un incomprendido que sufre más por lo poco que mostramos entenderlo que por su propio destino y suerte. De hecho, él vive en el presente. Preparando el viaje. Pero no tanto atento a lo que sucederá más allá sino en crear la sinergia adecuada para que las aventuras se desarrollen. Es un cocinero de emociones. Un destructor de pesimistas. Un vividor al que le basta con dos comidas al día y un lecho para levantarse dichoso. O más bien, continuar con su tarea y labor sea cual sea ésta, la cual ni él mismo comprende y conoce del todo dado que es un ser de aire. Se alimenta de pensamientos. Transforma las emociones. Juega con las ideas que cambian a la misma velocidad con la que mueve las manos, buscando estrategias, remedios a las situaciones que vendrán. Artilugios con los que solucionar las dolencias del presente, haciendo un análisis despreocupado y realista de las situaciones.

El mago es Zorba. Vive gozando y goza con la vida. Y, a veces, hasta se despreocupa de todo. Baila en tabernas donde es invitado por hombres ahogados en penas que no se atreven a mirarlo a los ojos. Y da consejos o guarda silencio, según lo considere, pues no sigue ninguna regla ni religión más que la de su intuición. Su capacidad de instruir a sus consultantes en la posibilidad y necesidad de transformar la lógica en magia, la religión en mística, las supersticiones en asombro y las preocupaciones en posibilidades. Fronteras quebradas desde las que se otean nuevos horizontes.

El mago, sí, puede, por ejemplo, animar a quienes lo consultan a que se pongan a pintar inmediatamente. Cuanto antes sea posible. Pues, al fin y al cabo, lucha por crear casualidades y otear conjunciones astrales para insuflar palabras de aliento al oído de sus hijos: los creadores. Los transeúntes de un mundo racional que se transforma en divino y generoso y, en ocasiones, asombroso gracias a sus libros, poemas, cánticos, esculturas o danzas teatrales.

 El mago, sí, es un delirante. Un trasnochado. Es Apolo. El dios de la música y de la belleza. Pero también, un viejo camarada que goza tomando vino y contemplando las rosadas mejillas de las muchachas. Un astuto ladrón de almas que, no importa lo distraído o deprimido que nos encontremos, siempre halla el truco ideal o las palabras justas para revitalizarnos. Llevarnos de cabeza hacia los desfiladeros y tras mostrarnos con una sonrisa y las dos manos alzadas las montañas y colinas, invitarnos a saltar al abismo o a disfrutar de nuestra presencia en este mundo de una vez y para siempre y jamás. Haciendo que nos preguntemos si preferimos morir acosados por nuestros miedos y tristezas, el melancólico dolor causado por los curvos vuelos de los diablos, o emprender un viaje hacia el centro de nosotros mismos cuyo destino y final tal vez ni tan siquiera dios conozca. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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