Cuando contemplo las pinturas de los prerrafaelistas y percibo su gusto por la sensualidad, orfebrería, decoración y el detalle, no puedo evitar sentirme sobrecogido.
¿Qué artistas han llegado a tal sublimación de la belleza? Desde luego, muy pocos. Probablemente porque tuvieron la fortuna de desarrollar su obra entre el ocaso del romanticismo y el apogeo del simbolismo y el impresionismo. En un momento en el que se era consciente de que los destellos que aún podían percibirse de los primeros amaneceres, serían imposibles de vislumbrar en el transcurrir de unas pocas décadas debido al avance incontenible de la civilización y la sociedad industrial. Y por ello, en sus lienzos, -no importa los maravillosos cuerpos, paisajes, ojos que describan- existe más melancolía y nostalgia que alegría. Una profunda tristeza que se impone a sus colores claros y evanescentes o a la delicadeza de los cuerpos retratados que entiendo que era un reflejo de aquellas augurales primaveras del planeta tierra que se iban para no volver jamás.
Tal vez esto también explique por qué las mujeres y, en concreto, las brujas de John Waterhouse no transmiten miedo, terror o podredumbre al menos en primera instancia. En cualquier caso, lo cierto es que el artista inglés logra que sus poderes ocultos se nos hagan presentes a través de sus delicados rasgos. Su insólito encanto e irresistible aspecto capaz de doblegar a las más férreas voluntades. Sus brujas no son tan sólo hechiceras y, por tanto, conocen dónde se esconde la marca de la bestia y cómo enojar a dios sino que, además, son hermosas. Elegantes flores de un delicado jardín. Tanto que podrían matar a quien las contemplara fijamente a los ojos por más tiempo del pertinente y que consiguen invertir los términos de la proposición habitual. Es decir; no es que sean bellas por ser brujas sino que son brujas porque son bellas.
Waterhouse nos obliga a pensar si la apariencia física no es en sí misma un conjuro. Si no fueron unos ojos azules profundos como el hielo, el primer brebaje que fue dado a probar a los incautos aventureros para controlarlos y conseguir que cumplieran todos y cada uno de los deseos del bello ser que tenían ante sí. Y si no fue debido a que a algunas mujeres les fue imposible doblegar almas y espíritus únicamente con su cuerpo, que las primeras hechiceras buscaron otros medios para conseguir sus fines.
En verdad, -estoy elucubrando- no creo que el proceso fuera simétrico. Las brujas eran mujeres sabias. Portadoras de un saber ancestral. El complemento del chamán. Quienes indicaban a la tribu los trozos de carne y huevos que había que enterrar bajo tierra para acabar con una epidemia o ablandar el corazón de los cielos y que cientos de miles de lágrimas brotasen de ellos acabando con la sequía y el hambre. El mal mustio. Por tanto, no necesitaban hacerse un lugar en la comunidad. Sus saberes -y no tanto sus poderes- ya se lo proporcionaban. Por lo que, en principio, creo que sólo debieron recurrir a su físico -esa capacidad de mantenerse eternamente jóvenes- o a sus exorcismos cuando fueron atacadas por el antropocentrismo, la religión y la ciencia. Sus más feroces enemigos.
Waterhouse consigue recuperar el acento humano de las brujas y alejarlas del animal. Las naturaliza y estiliza de tal manera que no importa que sean salvajes, nómadas o tétricas: siempre son elegantes. Tienen el poder no sólo de distorsionar la realidad sino, sobre todo, de fundar cultura, construir mitos pasajes y episodios históricos. Algo lógico porque, al fin y al cabo, son raíz y fuente de la supervivencia de la humanidad.
Para Waterhouse, de hecho, Medea ya no es más consecuencia de Jasón. Medea es una mujer autónoma, compleja y solitaria muy difícil de desentrañar. E, igualmente, Circe o las sirenas no son episodios de la vida de Ulises. Son pruebas, enseñanzas, retos y desafíos, casi oráculos, a través de los que interpretar su vida, huida, viaje. Es decir; son ellas, las mujeres insólitas las que hacen insólito a Ulises. Pues son símbolos divinos más o menos claros y oscuros que confrontan su alma con todo tipo de pruebas.
Las brujas de Waterhouse no necesitan de golpes de efecto ni excesos para imponerse, quebrar vidas o marcar destinos. Ellas mismas son el motor de lo sobrenatural y dan miedo por su silencio. Su inmensa capacidad de guardar secretos, misterios y revelaciones íntimas sobre vidas, nacimientos y muertes. Son brote místico que, al ser reprimido y disgregado en siglos posteriores, traerá consigo tempestades, marginaciones, brotes psicóticos, esquizofrenia y locura no sólo para decenas de mujeres desvalidas en manicomios y cárceles, sino para la sociedad en su conjunto.
En la belleza de estas brujas no sólo se encuentra su fortaleza sino también la raíz de su tormento y futuras desgracias. Por lo que son en parte víctimas y culpables de su inmenso poder. Sinfonías destructivas cuya gracilidad y armonía, sin embargo, invocan tempestades, tormentas y castigos. Abren los confines del abismo a cientos de almas asoladas y perseguidas por los espíritus de la desgracia.
Ciertamente, para Waterhouse la brujería era una actividad trágica porque pudo percibir su ocaso y desaparición. Vivió justo cuando comenzaba a extinguirse totalmente y por ello, en cierto sentido, dibujó residuos del pasado. Recuerdos mitificados de la feminidad ancestral. Pintó como quien pinta hoy en día el rostro de Zeus, consciente de que su intento de hacernos rememorar lo eterno, se encontraba abocado a la frustración. Algo que no le importó en demasía porque sabía que el arte es el único hechizo que perdura en el tiempo y sus lienzos se acabarían convirtiendo en refugio y hogar de brujas. Shalam
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