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Arcimboldo el fofo

Nov 25, 2014 | 0 Comentarios

Que el Barroco, tal y como lo conocemos, hubiera sido imposible sin la llegada de Occidente a América, es algo que nadie pone en duda. Sin el tremendo shock que supuso el descubrimiento de aquellos vírgenes parajes, probablemente la iglesia católica no se hubiera visto escindida con tanta rapidez en diversos troncos aparentemente irreconciliables como el calvinismo o el luteranismo. Ni se hubiera adueñado la confusión, la duda, el escepticismo o el claroscuro de la conciencia occidental. Sin embargo, a pesar de la intensa explosión que supuso este acontecimiento, cuesta observar lienzos donde este influjo sea incontestable. Estructuras artísticas en las que podamos indicar con claridad que América, ese nuevo paraíso edénico, estaba colonizando y alterando el alma del viejo continente al tiempo que sus tierras eran, a su vez, colonizadas por conquistadores y párrocos.

Ciertamente, los gestos desdoblados y vacilantes, las continuas curvas y complejas escenas de las pinturas y esculturas manieristas reflejaban las dudas que poblaban el alma y espíritu europeos ante un acontecimiento que dinamitaba toda la conciencia y visión de la realidad que hasta entonces se tenía. Cuestionaba cualquiera de las afirmaciones hasta ese momento sostenidas. Pero en la mayoría de ellas todavía no se advertían totalmente signos de esa sobrenaturaleza americana que enajenaba la razón occidental apresándola en una jungla de exóticos animales y gigantescos árboles de nombres impronunciables.

De hecho, muchas no se encontraban muy lejanas de las obras de arte que cerraban el período clásico en la Grecia Antigua anticipando, casi presagiando, su posterior decadencia, como es el caso de las de Escopas o varias de las que caracterizaron a la crepuscular escultura helenística, entre las que podríamos citar Toro Farnesio o la Tyche de Antioquía de Eutíquides. Eran expresiones de desasosiego y desesperanza. Manifestaciones de incertidumbre que ilustraban sin ambages que existía un fin, un ocaso que se acercaba, presentía y vislumbraba en el horizonte, pero no un reflejo de esa nueva situación ante la que su rostro se ensombrecía y entumecía entre penumbras.

En cualquier caso, todas estas premisas saltarían por los aires y se verían modificadas por la eclosión del que para mí es uno de los mayores genios del arte pictórico: Guisepe Arcimboldo. Porque el pintor milanés vio más lejos que la mayoría de sus contemporáneos. E introdujo la ironía y la carcajada carnavalesca, como antes lo había hecho Francois Rabelais, en un mundo en crisis que miraba angustiado cómo se habían resquebrajado cada uno de sus ideales y creencias. El fue el primer artista plástico moderno que se rió de la realidad, convirtió el espacio del cuadro en superrealidad, y, sobre todo, supo entender lo que realmente significaba para la conciencia europea, la presencia americana: el renacer de Dionisos, la vuelta del mito edénico, la transformación de la belleza y la destrucción y renovación de los ideales clásicos. Se dejó contaminar por las ideas procedentes del nuevo continente y le dio un giro a la pintura renacentista de ciento ochenta grados convirtiéndola no ya en epígono sino casi en contemporánea (sobre todo) de la surrealista e incluso -en algún caso- de la cubista. Muestra y símbolo no únicamente de su tiempo y siglo sino de muchos de los que todavía están por venir. Porque Arcimboldo supo entender y digerir los cambios y se dejó fluir por el vendaval que estos traían sin miedo ni al porvenir ni a la opinión de tantos de sus contemporáneos que -como muchos ciudadanos del siglo XXI- debieron quedar sorprendidos a la par que fascinados ante la contemplación de sus creaciones. No más de un siglo había pasado entre la visión de la primavera de Botticelli y la de Arcimboldo y, en verdad, parecía que estábamos no ya ante dos períodos distintos del arte sino frente a dos épocas radicalmente diferentes: el Neolítico y el Paleolítico. La Edad Media y el Romanticismo. Casi podría afirmarse que habían transcurrido quinientos o mil años entre una visión y otra de la estación primaveral que, en el caso de Arcimboldo, posee más puntos en común con la un pintor posterior como el colombiano Fernando Botero que con la de cualquiera de sus contemporáneos.

Creo, en todo caso, que además de por sus aspectos y logros evidentes -haber introducido la gordura, la carcajada, el sueño, la monstruosidad encantada y la naturaleza asalvajada y a la vez depurada en un mundo tan cristalino como el del arte del siglo XVI- su pintura destaca sobre todo por haber sabido mutar.

Arcimboldo era un gigantesco axolotl. Un reptil que se alimentaba tanto de los rayos de sol como de los de la luna. Adoptaba la posición adecuada para absorber energía de la sombra y la luz. Convirtiéndose en un trasmutador de formas.  Un colonizador que se dejaba colonizar por el «otro» ser: América, el mundo irreal y legendario procedente de territorios en los que las historias, reglas, leyes y visiones occidentales se disolvían en ecos imposibles frente a torrentes naturales imposibles de doblegar, domesticar y comprender. Y por ello, tras cada uno de sus lienzos, veo a un soldado con yelmo y casco siendo mecido por las raíces y vegetación gigantesca del continente americano. Un sueño siendo soñado y un carcelero siendo aprisionado festiva, visceralmente por un mundo que se trueca y transforma -a la medida de los rostros retratados por el pintor italiano- en cientos de formas cambiantes.

Realmente, Arcimboldo fue un hombre situado en la marea del tiempo que posiblemente, debido a su concepción jocosa de la existencia, fue capaz de retratar un presente inmemorial. Hablar directamente con el sueño y reírse de las convenciones y códigos inmemoriales sin por ello faltarles completamente al respeto.

Sospecho, eso sí, que Arcimboldo no es tan citado ni tan conocido como debiera, no ha sido considerado el inmenso genio que es, porque hacerlo modificaría un gran número de manuales de historia de la pintura. Obligaría a considerar buena parte de la pintura que hay entre su eclosión y la del surrealismo, un mero punto y seguido y a matizar los elogios que muchos otros pintores han recibido puede que más por su continuismo con el pasado que por su capacidad de innovación. Ocurre también que, por lo general, en los lienzos de Caravaggio, Velázquez, Murillo o Rembrandt observamos las consecuencias de las transformaciones de la conciencia y la sociedad europea del siglo XVII desde un prisma exclusivamente occidental. Puede que se haya llegado a América, pero el influjo de este acontecimiento se encuentra al fondo. Muy lejano. Es un vago rumor que no altera en demasía la vida de los personajes que se encontrarían en situaciones similares a las allí descritas, más allá de lo ocurrido en el nuevo continente. Y cuando esta influencia es más que una evidencia, en cualquier caso, siempre aparece en segundo plano.

Sin embargo, no sucede esto con los lienzos de Arcimboldo: un espíritu en colisión con el ambiente que le rodea que ríe y juega como un niño frente a las nuevas perspectivas. Características estas por las que no cuesta nada imaginarse lo bien que hubo de sentirse en la corte de Rodolfo II en Praga. Espacio en el que halló el ambiente ideal para desarrollar su arte. Sus rostros frutales, sus composiciones floridas encontrarían sin dudas, vuelo y sostén entre místicas celebraciones alquímicas, invocaciones a los atlantes y salas de palacios convertidas en paisajes de cartas de tarot. Pues los teclados, clavecines y carcajadas aniñadas creaban una ensoñadora atmósfera ideal para componer un arte relajado, hedonista y epicureo que se rebelaba contra el concepto de culpa y aspiraba al gozo y hedonismo artísticos sin por ello disolverse en la decadencia. Para crear lienzos parecidos a retablos de maravillas dionisíacos entre los que aparecían los rostros de los hombres halcón, las mujeres pájaro y los dioses de miel y fuego con pies de árbol que poblaban una América espectral que Arcimboldo concebía como familiar.

Considero a Arcimboldo, sí, un profeta del arte. Un ludópata de la pintura. Un sátiro festivo, tal vez incluso contra su voluntad. Una rara avis que pudo haberse convertido en central en la pintura europea si el continente hubiera sido más abierto y permeable. Si en vez de desangrarse en guerras y luchas sin fin y percibir el continente americano como un botín que saquear, se hubiera puesto a reflexionar sobre sí mismo y hubiera meditado irónicamente sobre esas creencias que hasta hacía no demasiado años creía sólidas, perennes y resistentes y habían acabado saltando por los aires.

En Arcimboldo, veo todo lo contrario a una actitud rígida. Me encuentro un personaje muy parecido a algunos de aquellos estrambóticos que aparecen en las películas del georgiano Otar Iosseliani. Un artista que vive en la fecunda anarquía. No se ajusta a definiciones ni a categorizaciones. Respira gracias a su libertad interior más que a sus pulmones. Y es consciente de que es la sinrazón la que domina nuestra vida y de que la realidad ha llegado en ocasiones hasta tan disparejos confines y límites que resulta imposible describirla sobriamente. Es necesario crear un nuevo lenguaje y modo de representación para abordarla. Ese que, como un mago, él mismo se inventó y construyó, preñando de fantasía un arte que se estaba volviendo letrina de la nobleza e iglesia. Vivía obsesionado con sus dudas incapaz de mirar (aunque fuera de refilón) a los seres y culturas que las habían causado y de adoptar, por tanto, el surreal aspecto que poseían la mayoría de figuras retratadas por este artista transparente que perdió su rostro para dibujar el del mundo. Shalam

 ربّ اغْفِر لي وحْدي

Más vale una cucharada de suerte que un barril de sabiduría

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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