Una de las grandes incógnitas del mundo del cómic y la ilustración en general es lo poco citado que es Earl Norem. Un auténtico gigante. Cualquiera de sus dibujos es una barbaridad. Una bestialidad. La mayoría de ellos poseen una cualidad: nos hacen sentir que formamos parte de la escena que retrata. No la vemos. No la observamos. Estamos dentro. Son como una grieta entre el mundo de la fantasía y la realidad que se abre ante nosotros al entrar un kiosco o caminar por la calle. Y además, se encuentran tan bien hechos que consiguen que el mundo real sea el que parece inexistente y el único verdadero el compuesto por sus manos.
Muchas de las escenas pintadas por Norem me recuerdan a pensamientos nietzscheanos. Están hilvanadas con la potencia y la inmediatez que el filósofo alemán exigía al gastado pensamiento occidental. No son tanto descripciones sino emanaciones. Manifestaciones mágicas de un mundo mítico.
Norem era capaz de transformar lo banal en un acontecimiento y lo cotidiano en una aventura. Parecía, en verdad, estar enamorado de sus personajes. Sentir admiración hacia ellos. Y por este motivo, sus dibujos superaban los límites del mundo del cómic. Parecen posters o escenas de películas. Casi que ilustraciones de un libro sagrado o épico. Puñetazos visuales que resumían de un solo golpe la naturaleza de un carácter o situación.
Creo, sí, que Norem dibujaba con tanta fuerza y aliento que dentro del campo de la ilustración, cumple una función parecida a la de un Homero o los narradores anónimos de los cuentos de Las 1001 noches. En gran medida, creaba como un pintor antiguo que tuviera la responsabilidad de legar a la posteridad un gigantesco retrato de su mundo. De hecho, pintaba a sus héroes como si fueran guerreros bíblicos y míticos o profetas. Dotando a cada escena de una aureola mágica que le confería un carácter sobrenatural. Como si alguien le hubiera encargado secretamente la ejecución de un libro parecido al Popoh vulh, La Teogonía o Los Eddas. Un texto religioso realizado con la intención de que gran parte de los personajes de la ficción del siglo XX fueran contemplados en el futuro como dioses arquetípicos. Figuras similares a lo que fueron Ulises, Thor o Chac Bolay en sus respectivas culturas.
En verdad, he sentido pocas veces un amor y un respeto tan intenso hacia la ficción como al contemplar sus creaciones. Porque Norem no sólo consigue dar realce a los titanes y adalides o a los pequeños detalles de sus composiciones sino que usa el color como si fuera un personaje más. Con inusual vivacidad y fortaleza. Logrando algo muy difícil: que sin dejar de ser románticos y exagerados y remitir todo el tiempo al mundo de la ilustración, sus creaciones parezcan fotografías. Estilizadas exploraciones de la realidad. Instantáneas tomadas en el lugar justo donde se está llevando a cabo la acción retratada.
Otra de las grandes virtudes de Earl Norem radica en que, a pesar de ser fastuoso, es capaz de desaparecer de sus dibujos. Le da todo el protagonismo a sus personajes. Probablemente como forma de pago por todo lo que le habían hecho disfrutar durante su infancia. Desde luego, no resulta difícil imaginárselo disfrutando al leer los libros, revistas y cómics que ilustraba antes de dormir. En realidad, su propuesta era tan amplia y generosa que imagino que un banquete en su casa debía ser igualmente prolijo. Que debía ofrecer a sus invitado todo tipo de alimentos para complacerles. De hecho, existe un componente fetichista en sus dibujos. Algo morboso en ellos. La conciencia de que Norem absorbía de la ficción el aire que necesitaba para respirar en la vida real. Pues, de no ser así, no se explica cómo consiguió crear ilustraciones tan amplias, románticas y frontales. Totales. Esos impresionantes trallazos de color.
Estoy prácticamente seguro de que Jorge Luis Borges hubiera disfrutado mucho con su arte. Y, de haberlo conocido personalmente, lo hubiera tentado para que ilustrara o bien una de sus narraciones o cualquiera de las novelas que tanto amó. Porque los dibujos de Norem convertían una portada en un acontecimiento. Un torbellino que llamaba la atención a los profanos y quitaba la respiración de los niños que la veían. Daban tanto realce a la historia que presentaban que convertían la lectura en un placer deseable hasta para los más reacios. Posiblemente porque fue capaz de ensamblar el arte juvenil y el adulto de forma asombrosa. No estaba exento de un carácter gamberro y juguetón. Y pintaba, sí, como a un niño le hubiera gustado pintar de mayor. Respetando la visión infantil y amplificándola hasta los últimos límites gracias a su adiestramiento técnico.
Las ilustraciones de Norem son puro hedonismo. Juguetes con la capacidad de convertir la ciencia ficción y la novela de aventuras en géneros mayores y hacer brotar vocaciones de un solo vistazo. Ciertamente, más que un dibujante, parecía un rock star. Uno de esos místicos guitarristas que abren fronteras y convierten cualquiera de sus visiones en una experiencia trascendente. Era un explorador de mundos inexistentes. El Ray Harryhausen del cómic. Alguien que plasmaba el cuerpo de un dinosaurio o el rostro de un simio parlante como si estuvieran frente a él y hacía familiares los mundo más lejanos. Conseguía que durante unos instantes, lo único que importara en la vida fuera aquello que había dibujado. Shalam
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