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Thor el Poderoso

Feb 4, 2013 | 0 Comentarios

Desde niño, leo cómics. Se pierde en mi memoria cuál fue el primero que adquirí. Sería probablemente uno de El Guerrero del Antifaz o acaso de Los Pitufos, Roberto Alcázar y PedrínMortadelo y Filemón o Zipi y Zape. No recuerdo bien pero todavía puedo sentir lo feliz, completo, realizado que me encontraba cuando tenía uno entre mis manos. Absorbido, conmovido por muchas de sus historias que no me importaba releer varias veces con el fin de extraer todos sus significados. Desde siempre, no hubo para mí un mundo mejor, más completo, abierto y receptivo que el de los cómics. Y esto no es ninguna pose. Es absolutamente cierto. Fascinado, me sumergía en mi infancia, en las viñetas de El jabato o El capitán Trueno durante el trayecto de autobús que me llevaba de casa al colegio y no quería salir yo de ahí. Porque los tebeos, como se les solía llamar, eran el paraíso en la tierra. Un mundo infinito de posibilidades inacabables.

En aquellas viñetas que hablaban y se movían incesantemente, veía yo reflejados todos los anhelos y sueños del ser humano, pues contenían todos los tiempos pretéritos pasados, presentes y futuros, existentes e inexistentes, habidos y por haber. Transmitían flujos de fantasía que hacían volar mi mente hacia lugares desconocidos, irreales e increíbles, y también, por supuesto, me hacían reír iniciándome en las bondades de la sátira. A la que llegué de la mano del impagable Superlópez, la parodia hispana del Superman norteamericano. Algunas de cuyas viñetas me permitieron comprender las profundas enseñanzas que se encuentran en toda derrota y fracaso. Las razones por las que el género humorístico, como han reiterado muchos maestros, puede ser no sólo el más dificultoso sino el más sublime. Esa parodia de los héroes americanos era la bomba. Un chip programado para cortocircuitar el sistema a través de la risa. Un abuso de la inteligencia. ¡Qué momentos me hizo pasar! Daría ahora lo que fuera por volver a sentarme en el jardín de mi abuela, y recostarme en su mecedora, donde fijamente contemplaba las peripecias de aquel señor de bigote que más que deshacer entuertos, los generaba.

De todas formas, que fuera fan de Superlópez no significa que no leyera historias de superhéroes. A este respecto, he de indicar que sí que recuerdo mucho mejor cuál fue el primer cómic de este género que leí. Probablemente fuera uno en blanco y negro que enfrentaba a los Vengadores y los Defensores en un mundo paralelo publicado por la Editorial Vértice. Una delicia. Por otra parte, también creo aproximarme a la verdad si confieso que debería tener seis o siete años cuando compré con la paga semanal que me daba mi tía, mi primer cómic de Spiderman. Algún número de la editorial Bruguera en donde se nos contaba la hermosa, triste historia que provocaba que el joven Peter Parker asumiera su destino heroico y se dedicara a luchar contra el crimen. Obviamente, caí rendido ante ese fascinante personaje. Comencé a coleccionar la serie y en los siguientes meses, iría familiarizándome con villanos como el hombre lagarto, el buitre, el gigantesco Kingpin, el sempiterno Duende Verde, Misterion o el terrible Dr. Muerte. ¡Vaya galería de monstruos del mal!  También, en la medida de lo posible, empecé a adquirir otras colecciones. ¡Cuán enigmático era para mi El hombre enmascarado! Solía yo leer sus aventuras una y otra vez mirando desde mi terraza la playa, pensando que podía aparecer en cualquier momento un barco repleto de caníbales africanos que acabarían con nuestra civilización. Lo que no me hubiera importado en absoluto, siempre y cuando no hubieran exterminado a mis amigos o mi familia.

Pasaba yo mis veranos por aquel entonces en La manga del Mar Menor que, a principios de los 80, era todavía un paraíso despoblado en el que los niños jugábamos a ser salvajes entre las dunas de arena que se agolpaban entre los mares. Y de vez en cuando observaba con espanto las cada vez más frecuentes grúas que trabajaban en futuras urbanizaciones y edificios. Recuerdo introducirme junto a mis amigos en una de esas obras en construcción y sin remordimiento alguno, romper a pedradas varias cristaleras. De una forma instintiva, ya desde niño, sentía un rechazo y aversión incontrolables a la llamada civilización, que siempre me pareció que desprendía un olor rancio que apestaba. No era yo consciente de que esa misma civilización que despreciaba era la que permitía que yo pasara mis veranos en un ambiente y entorno ideales. Pero, en cierto modo, sí lo era de que aquello que se estaba haciendo sobre las faldas de la madre tierra era un atentado cruento a su dignidad más propio de villanos de cómic que de seres humanos racionales. No importa en todo caso porque nada hubiera podido urdir contra ello.

Los niños pasan por etapas en apariencia incomprensibles pero necesarias. En una de ellas, dejé de leer cómics. Tal vez por considerar que ya había penetrado demasiado en este ámbito, y que si deseaba crecer y convertirme en un adulto en el futuro tenía que variar mis lecturas. El tiempo dedicado a los tebeos entonces lo consagré a los cuentos de terror y ciencia ficción. A las historias de Salgari y las ediciones encuadernadas de libros clásicos como Robinson Crusoe o Moby Dick. Hasta que un domingo, precisamente allí, en la Manga del Mar Menor, en un kiosco llamado Qué Idea (¿Quién sabe si como homenaje  al título de la famosa canción de Pino D’Angio, «MaQualeIdea» que todos los niños bailábamos sin vergüenza en las piscinas a principios de los 80?) contemplé la portada de un cómic que atrapó mi atención inmediatamente. Era de la serie Thor el Poderoso que, tras el cierre de Bruguera, había comenzado a publicar la maravillosa editorial Forum. Y en ella se veía al mítico guerrero de Asgard deteniendo con su escudo el avance de un musculoso cruzado cuyo rostro más que el de un ser airado parecía el de uno enloquecido. Estuve mirando la portada fijamente durante varios minutos, hojeando compulsivamente sus páginas por las que sentía una atracción intensa y, finalmente, abandoné mi deseo de hacerme adulto repentinamente y lo compré. No podía haber hecho algo mejor. No por este número en sí, por esa fascinante batalla entre aquel visionario poseído por el espíritu de sus antepasados cristianos y el hijo de Odín, sino por lo que vendría después. Sólo un poco más tarde.

He llorado varias veces contemplando una obra de arte. No muchas, eso sí, pero algunas. Las suficientes como para querer dedicarme toda la vida a esta actividad. Sobre todo, por la intensidad con que experimenté mi existencia en aquellos momentos. Y la primera vez, fue leyendo un cómic. Thor el Poderoso me había atrapado. Tras la batalla contra el Cruzado, el héroe nórdico se enfrentaba en los siguientes números a Drácula en una pequeña saga muy jugosa que terminó por engancharme a la colección. Hasta que, sin previo aviso, en el número 24, la serie detenía su hilo habitual con un número que rememoraba el nacimiento, educación y crecimiento del héroe de Asgard. Un episodio especial que marcaba un antes y después en el desarrollo de la colección.  Una revisión del origen del mito antes de su definitiva transformación. La cual comenzaría a ocurrirá partir de un número, el 25, que presentaba una historia enigmática guionizada y dibujada por un tal Walter Simonson en la que aparecía un nuevo personaje, Bill Rayo Beta Bill.

Desde la primera página, se sentía que estábamos en terreno desconocido, que nos adentrábamos en un territorio insólito que rompería todos nuestros esquemas y en el que no habría absolutamente nada que no fuera posible. Pero lo que no pensaba es que podría llegar a emocionarme como lo hice. Cuando en el número 26, Thor y Beta Bill iniciaron su lucha a vida o muerte por controlar el poder de Mjolnir, (el martillo sagrado forjado en Asgard por los enanos Sindri y Brok), mi corazón comenzó a latir cada vez más deprisa. Eso que yo leía no era ya un cómic. Y probablemente tampoco era real, sino que era más, mucho, mucho más. Era una obra de arte que me conmocionaba, me sacaba de donde yo estaba y me hacía volar a otra dimensión. Provocaba que mi corazón alcanzara más hondura y que mi alma pudiera profundizar mejor en los misterios y secretos de la existencia. Por momentos, quería yo estar ahí, en el campo de batalla, luchando junto a Thor o tendiéndole mi mano a Beta Bill, en señal de respeto por su excelente manejo en el combate. Y mientras iba pasando las páginas, no sólo sudaba sino que también unas lágrimas caían de mis ojos ante tanta belleza, la grandeza épica de aquella insuperable refriega.

No sé si podré explicarme bien. Pero cuando Beta Bill alzó el martillo Mjolinir frente a Odin con Thor caído, rendido a sus pies, sentí que había vivido una experiencia, más que leído un cómic. Y que algo había cambiado en mí para siempre, y yo ya nunca sería el mismo porque aquel pliego de viñetas era una auténtica obra de arte con mayúsculas. Una obra enorme y gigantesca capaz de transformarnos y llevarnos a confines desconocidos. ¡Oh Dios! Leí ese cómic en el autobús hacia la escuela y al acabarlo, miré a todos lados intentando averiguar si lo que había experimentado era real; si alguno de los niños que se encontraban a mi alrededor se había dado cuenta de que yo estaba y estaría ya para siempre en otro lugar, tiritando nerviosamente y como en trance puesto que nunca sería más el Alejandro Hermosilla que conocían, sino otro Alejandro Hermosilla. Ese que acaba de leer los primeros esbozos argumentales de la saga La balada de Bill Rayo Beta a la que luego seguirían otras como la de Surtur o la subsiguiente a la transformación de Thor en rana. Un sinfín de historias que no sólo modificaron la mente de aquel niño sino la del cómic de superhéroes en general, el cual se hizo adulto totalmente gracias a esas prodigiosas obras maestras que aquel autor norteamericano fue capaz de concebir. Aún me pregunto cómo.

Con el paso del tiempo, leí otras creaciones de Simonson pero ninguna de ellas me pareció estar cerca de su Thor, que lógicamente dejé de comprar y seguir cuando él se fue de la colección, pues sabía que ningún guionista nuevo podría igualar la maestría de aquellos relatos que ponían los pelos de punta. Puede sonar exagerado, pero si tuviera que precisar cuándo aprendí lo que verdaderamente significa ser un autor, un creador con mayúsculas, fue leyendo esta serie inmortal. Y cuando, tres o cuatro años después, contemplara por primera vez Apocalipsis now, El padrino o Un tranvía llamado deseo, puedo afirmar que, de alguna manera, mi mirada ya estaba preparada para adentrarse en los misterios que contenían estas obras de arte. Tal vez no a descifrarlos todos lógicamente, pero sí a introducirme en ellos porque Walt Simonson me había preparado. Los méritos de aquel creador fueron muchos. Deconstruyó un mito desde sus raíces, jugó a su antojo con los referentes nórdicos sin por ello faltarles al respeto y fue capaz de hacernos viajar al infierno con su héroe y que aprendiéramos el significado y sentido de la redención o nos familiarizáramos con algunos de los misterios sagrados de la existencia, como si estuviéramos realizando un ritual y no tanto leyendo un cómic. Porque, en el fondo, un artista -y Simonson, desde luego, lo era- no se encuentra muy lejano de un chamán: esa persona que conecta con las raíces ocultas de nuestro ser, las ilumina y nos las muestra tal y como son, sin mentiras, para que alcancemos nuestro destino. Shalam.

هل ستكون ما يجب أن تكون أو لن تكون أي شيء

Serás lo que debas ser o no serás nada

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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