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Sucio

Sep 20, 2018 | 0 Comentarios

Osvaldo Lamborguini fue de los pocos escritores que lograron convertir la literatura en algo sucio. Una letrina. Una escoba llena de polvo y porquería. Más aún, creo que sus relatos no es que olieran mal sino que apestaban. Eran una salvaje puesta a punto de la grasienta escritura de Roberto Artl. Ropa interior que llevaba varios días sin lavar en la que se hallaban mecanografiados varios relatos del Marqués de Sade.

Supongo que para alguien que no haya leído a Lamborguini, esta frase sonará exagerada pero muchos de sus textos son casi como la bofetada de una polla en la cara o una mamada de coño. Son prácticamente pornografía. Pero no pornografía sexual sino poética. Llena de un erotismo maltrecho que el escritor identificaba con las clases bajas. Esas masas de excluidos que se hacinaban en los arrabales del gran Buenos Aires a los que consagró una obra que es más un arrebato pasional, un eructo o una necesidad de evacuar deseos y pensamientos que un corpus intelectual meditado.

Lamborguini consiguió imprimir vicio a la cultura y aliento épico a la masturbación. Hizo textos por el puro gusto de escribir. Porque no tenía tal vez otra cosa mejor que hacer. De hecho, su preocupación probablemente no fuera tanto publicar sino no morir. Dejar algún muro de piedra lleno de rastros de sangre y cuchillazos para demostrar que había vivido e irse al otro mundo con un corte de mangas.

En cierto modo, sus textos son insultos. Trozos de carne masticada que parece natural que sólo gozaran en principio de unos cuantos cientos de lectores que se acostumbraron a leer las historias que, pacientemente, iban logrando reunir de su maestro en papeles mal fotocopiados llenos de subrayados, tachones y arrugas. Una buena metáfora para definir el arte de Lamborguini. Un escritor que nunca quiso ser escritor. Más bien, deseaba que no le tocaran los cojones y que no le tomaran por tonto. Y se fabricó una personalidad a la medida de su deseo. Un legendario mito de tipo arisco y controvertido empeñado en renovar la profesión de maldito que probablemente no fuera real pero le sirvió para escribir. O mejor aún, dar por culo escribiendo. Limpiarse el ano con las críticas y el rostro de los eruditos de la literatura.

En realidad, la escritura de Lamborghini es instantánea. No es nada cerebral. Es un aluvión de palabras. Es tan visceral y auténtica como la mierda. Y es lógico que Lamborguini odiara las correcciones y no le preocupara en absoluto la perfección. Las moscas al igual que sus textos no necesitan ser perfectas para cumplir su función.

Según César Aira, Lamborguini era un escritor que nació adulto porque no dedicaba tiempo a pulir su obra. Lo que el lector leía era lo que salía de su vientre. Pero, eso sí, sorprendentemente, se disfruta más cuando se lee por segunda vez. Tal vez porque la primera vez impresiona. Es como recibir una cascada de excrementos literarios en la cara que cuesta dimensionar en su grado justo y aprender a colocar en su lugar. Pero una relectura, desde luego, ayuda a entender mucho mejor los alcances de su obra. A dónde apunta cada texto y la gravedad carnal de esas palabras parecidas a insultos en las que el lunfardo recibe un tratamiento casi de mito lingüístico y los personajes son prácticamente guiñapos. Cuerpos amorfos que follan entre sí como animales.

Lamborguini ha llegado a convertirse casi en un mito literario pero fue real. Tremendamente real. Su literatura es un fiel testimonio de la impotencia y de la desesperación. De la tortura de muchos argentinos nacidos en un país donde los proyectos de vida son aniquilados de raíz y las clases bajas están llenas de chivos expiatorios constantemente ridiculizados y manipulados por los poderosos.

En gran medida, la literatura de Lamborguini conectó con la faz visceral de la Argentina. El canibalismo congénito a esa tierra desde la primera fundación de Buenos Aires que más tarde, durante los años de gobierno de Rosas, se convirtió en un festín de carne y vísceras y durante el siglo XX, propulsó la llegada de decenas de dictadores que transformaron la nación en su patio de recreo sangriento. De hecho, hay lecturas muy politizadas de la obra del escritor que animan a leerla como un preludio de la onerosa dictadura de Videla. Una rebelión contra el lenguaje institucional que se emitía desde los centros de poder. Una visión que en parte comparto teniendo en cuenta el lenguaje corrosivo de su prosa y poemas. Un atentado en contra del discurso oficial que tiene en el Polispuercón de Héctor A. Murena y algunos de los textos de Rodolfo Fogwill a dos de sus escasos aliados y hermanos metafísicos y terrenales. Y encuentra, desde luego, en el lenguaje universitario un feroz enemigo al que combatir y ridiculizar. Poner en evidencia.

Lamborguini era excesivo. Es casi el Fassbinder de la literatura argentina. Un señor que en vez de un lápiz parecía que tenía una polla en la mano y escribía echando semen por los cuatro costados. Su escritura no es sexual sino lo que sigue. Es un clítoris a punto de ser penetrado. Una vena a punto de ser traspasada por un pico de heroína. Un amasijo de tripas en medio del que los homosexuales y travestis se movían con gusto y fruición, chupando senos y agarrando la piel, como el carnicero desplaza sus manos y el cuchillo por las distintas partes del cuerpo de los animales muertos. Una locura, un delirio que es tan o más rockero y punk que la mayor parte de discos de estos estilos que se han grabado en una Argentina que Lamborguini describió como un inmenso prostíbulo. Una casa de putas llena de zorros meneando el culo para conseguir unas monedas o un poco de placer. Shalam

إِنَّ الْحَدِيدَ بِالْحَدِيدِ يُفَلُّ

La fortuna se cansa de llevar siempre al mismo hombre a las espaldas

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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