Es difícil leer a Sergio Chejfec. Penetrar en su particular mundo literario. Mi primera reacción, por ejemplo, ante La experiencia dramática fue la de rechazo debido a que se me hacía un texto excesivo y ¿por qué no decirlo? pretenciosamente sinuoso. Me sentía al leerlo perdido en medio de un angosto paraje. Incapaz de aterrizar ninguna de sus proposiciones que a la mitad del libro habían dejado de importarme pues vislumbraba que no me iban a llevar a un lugar concreto y tangible desde el que poder extraer conclusiones sentidas sobre lo leído o experimentado. Sin embargo, dado que debía hacerle una entrevista para la revista El coloquio de los perros no me dejé llevar por esta primera impresión y buceé en algunos otros textos suyos como, por ejemplo, Cinco o El llamado de la especie y lentamente, fui entrando en la órbita de una escritura que se complace tanto con las digresiones como con las descripciones, frecuenta paisajes y caminos oblicuos y es tan fascinante como compleja. Un hecho del que el propio escritor argentino es muy consciente. Tanto que en vez de amoldar sus escritos a ese fantasma que llamamos «lector medio», ha optado por ahondar en la «supuesta» dificultad de su escritura. Logrando consolidar un atípico estilo propio que ejerce de soporte de una obra muy singular cuyas particularidades contribuyen a hacerla sumamente atractiva.
Es, por ejemplo, bastante dificultoso encontrarle referentes. La crítica ha emparentado una y otra vez a Chejfec con Robert Walser. Pero creo que lo ha hecho más porque la temática de esa obra maestra que es Mis dos mundos se aproxima a determinadas obsesiones que aparecen habitualmente en los textos del escritor suizo que por una motivación real. Pues el protagonista de aquella novela no le encontraba gusto ninguno a caminar. Si lo hacía era como una suerte de destino fatal, huida no confesada de sí mismo. Se encontraba más hastiado que excitado ante la idea de perderse por las calles de una ciudad. Y la realidad le era soportable en la medida en que podía bifurcarse y desdoblarse a través de sus juegos de artificio, espejismos o pensamientos y reflexiones y no tanto a través de un surco. Lo que lo convertía, por tanto, en un escéptico. Alguien cuya actitud no terminaba de definirse completamente y que partir de esa indefinición, se atrevía a nombrar al mundo y a sí mismo sin esperanza de encontrar satisfacción en ninguna parte.
En este sentido, si tuviera que citar algunos nombres con los que hacer confluir a Chejfec me decantaría tanto por aquel poeta argentino, Joaquín Gianuzzi, al que dedicara un pequeño y sobrio ensayo como algunos estados de ánimo y lugares artísticos y reales -la Argentina de provincias, esa Buenos Aires a la que se escucha hablar detrás de algunos textos de Marechal, Juan José Saer o José Bianco, los claroscuros mentales de ciertos personajes dibujados por Borges o Bioy Casares, los lienzos de Xul solar- más que a determinadas obras en concreto. Igualmente, hay determinados pasajes de las películas de Lucrecia Martel, (una particular forma de enfocar las palabras y la realidad, las texturas y ambientes) como de las novelas de la mexicana Elena Garro que, de alguna forma, entiendo que conectan subterráneamente con su escritura pulcra y aguda. Esa escritura sumamente mental que pone su foco en lo anecdótico y avanza a través de la periferia hasta construir una estructura narrativa discorde que reniega y al mismo tiempo se siente subyugada por las temáticas argumentales de las que se ocupa. Y, en ningún caso, son lo importante de estas novelas sino más bien la mera excusa para que se desarrollen.
En cualquier caso, a pesar de su extremo cuidado, se diría que los libros de Chejfec no son o nacen ralos por la voluntad de su autor sino más bien debido a un accidente de la naturaleza, misteriosas fuerzas que habrían acabado influyendo definitivamente en su forma final. De hecho, poseen cierto grado de espontaneidad que se encuentra muy relacionado con la curiosidad de quien los construye. La voluntad de Chejfec de dejarse ir, penetrar y continuar la historia por donde nunca lo esperaríamos. Buscando espacios a través de los que expresar su perplejidad y sus dudas.
Creo que las palabras en los textos de este aéreo novelista no buscan solidificarse pero tampoco evadirse. Me atrevería a sugerir que intentan evaporarse. Que las contemplemos deshacerse conforme las leemos. Y no se encuentran, por tanto, en un punto fijo sino que se mueven constantemente. Pero su desplazamiento no es regular sino alterno. A veces es vertiginoso y en otras, cansino como la conciencia de muchos de los extraviados, perdidos personajes a las que se refieren.
Suerte de cristales rotos o diminutos insectos, las frases que Chejfec plasma o rotula en sus libros, bailan, consiguientemente, en torno al lector como si éste pudiera prescindir de ellas. Su forma de incrustarse en los textos no es en absoluto sólida sino flotante. Y parecen surgir desde un estado de duermevela que, de alguna forma, afecta a todos quienes se acercan a ellas. Exploradores de lo indefinido que requieren de cierto enfoque mental -entre la vigilia y el sueño- para captar toda su evanescente, tenue artillería narrativa. Frágil y volátil como los narradores y personajes de sus obras y los hechos a los que aluden, los cuales tampoco tienen excesiva importancia en sí mismos.
Las novelas de Chejfec son artefactos sorprendentes y sinceros. Son capaces de entregar testimonios verdaderos pero en la mayoría de los casos, parecen hacerlo por azar o una suerte de imperativo ajeno a ellas. Son semejantes a moscas que en su deseo por salir al exterior, tropiezan continuamente en el mismo cristal. Pero gracias a su obsesión, sus constantes golpes con la misma piedra, consiguen crear algo nuevo y diferente. Un hecho que revela que para este escritor de origen judío el camino habitual a través del que nos acercamos a la realidad, suele ser errado. Pues por lo general caminamos a través de rutas colapsadas que no permiten que saboreemos o nos recreemos con los objetos y múltiples facetas de la existencia como podríamos (y casi que deberíamos) hacerlo. Siendo, por tanto, su escritura una invitación a detenernos y contemplar lo que nos rodea. Una oda a la observación y a la capacidad y posibilidad que tenemos de penetrar en muchos componentes de la vida cotidiana a los que, por inercia, no solemos dar mayor importancia.
En verdad, me resultaría extraño que la literatura de Chejfec levantara pasiones en las masas. Ya que es similar a esa hora de la tarde en que aún no se atisba el anochecer. Y se encuentra llena de historias narradas con el espíritu de un ensayista donde la naturaleza, las plantas o lo inerte son tratados como seres humanos. Características que certifican ese lugar aparte dentro de los mundos culturales que está poco a poco conquistando lógicamente destinado a ser saboreado por unos pocos. Como prueba el hecho de que el realismo mágico, las leyendas americanas que aparecen en sus libros, lo hagan a través de filtros y capas que ponen más el énfasis en la forma por medio de las que nos han llegado y se han construido que en lo narrado por más bello y sugestivo que esto sea. Algo que, por otra parte, hace a Chejfec radicalmente diferente. Y nos confirma que al abrir uno de sus libros, lo más probable es que sintamos que estamos accediendo a una especie de compartimento hermético y cerrado donde se escucha una voz suave y sencilla. Pues cuando uno se familiariza con sus textos, no es difícil sentir que su misterio y secreto radica en que rehúyen de la eternidad y se contentan con retratar la belleza, el tiempo y las pasiones de los hombres de forma pasajera. Sin miedo a que se pierdan en un agujero negro y no regresen jamás. En definitiva, que Chejfec escribe como quien pinta un lienzo en medio de la lluvia y goza tanto con aquello que queda fijado en el cuadro como con lo que desaparece por efecto del agua. Shalam.
ربّ اغْفِر لي وحْدي
Quien se empeña en pegarle una pedrada a la luna no lo conseguirá, pero terminará sabiendo manejar la honda
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