¡Qué hermosos son los lienzos de Konrad Witz! Suntuosos, elegantes y verdaderos. Me gustaría mencionarlos aunque sólo fuera en una línea de Ruido y contemplarlos todos mientras escucho a Scott Walker. No imagino, de hecho, mejor acompañamiento visual a los discos del genio británico. El pintor suizo-alemán parecía ser muy consciente de la necesidad de romper con las formalidades. De que las reglas eran obstáculos pero también aliados. Bastiones, columnas en las que apoyarse para transgredir sin las cuales habría perdido todo sentido ejecutar un golpe contra la realidad. Hacer emerger un grito de rabia que comenzara una rebelión.
Sus creaciones son adorables, sí, porque parecen obras de teatro. Representaciones bufas absolutamente conscientes de sí mismas que cuestionan las reglas impuestas en sociedades estereotipadas donde cada uno de sus integrantes tenía una función muy precisa y un contenido simbólico irrenunciable. Imposible de modificar. Al retratar el extremo hieratismo de los caballeros y santos en su máxima expresión, con total rigurosidad, consigue en cierto modo ridiculizarlos. O al menos llevarlos a otro contexto: un espacio semejante al de una ópera bufa donde se ríen de sí mismos y podemos por una vez contemplarlos en su dimensión humana y carnal. A un paso de lo grotesco y la pantomima. Precisamente, por la extrema intensidad del trabajo de un pintor que no se conforma con seguir los modelos impuestos y en el fondo de sí, desearía quebrarlos, destrozarlos. Partirlos en ciento y un mil trozos y que emergieran del cuadro y dialogaran con nosotros. De hecho, este es, sin duda, otro de los rasgos de las figuras representadas por Witz: la libertad que anida en su corazón a pesar de su aparente marcialidad. Algo que me recuerda a los personajes del director de cine georgiano Otar Iosseliani, a quien en cierto modo, considero primo hermano de esta forma de concebir el arte; esta corrosiva, contenida y libérrima manera de ajustar el foco y la lente a la corte y la sociedad poniendo de manifiesto sus absurdos convencionalismos. Recalcando sus exageraciones hasta conseguir llevar el lenguaje artístico a lugares donde se retuerce y deforma constantemente sin por ello tornarse arisco e incomprensible.
Las figuras de Konrad Witz tienen, entre otras muchas, una cualidad que me fascina y me parece esencial. Que parecen estar en movimiento. No aspiran al realismo ni a la exaltación de la figura humana como otras tantas del Quatrocento o la pintura flamenca. Y por ello cuestionan, como ya dije, el orden establecido. Parece que van a comenzar a bailar en cualquier momento. Reírse de los dogmas vertidos por la iglesia. Son un gran guiñol. Ironizan sobre sus propios gestos. Son conscientes de ser una representación.De ser una pintura. Saben que sus trazos han sido forjados por la mente y mano de un pintor. Tienen conciencia de ser juguetes. Formar parte de una representación. Ser marionetas, títeres de una obra inacabable de teatro de la que en cualquier momento pueden dimitir. Salir. Son irónicas y corrosivas. Un tratado sobre la subversión y la mentira social que pone de manifiesto la victoria de la ficción. Una puerta abierta a la cuarta dimensión artística, el mundo de la performance, la sorna y la gula. Una muestra bien clara, en definitiva, de que el primer lugar donde hay que buscar los siete pecados capitales es en los templos y palacios de oro. Entre las sotanas de los curas y el cetro de los reyes caídos y de que, incluso en el siglo XV, la mayoría de la población no se escandalizaba por ello sino que al contrario, contemplaba estos hechos con absoluta normalidad. Shalam
القافِلة تسير والكِلاب تنْبح
Si la soledad es tu mejor amiga, nunca la conocerás
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