Qué difícil es ser un dios, el testamento fílmico de Aleksei German, es un holocausto artístico. Una trituradora de expectativas racionales. La bomba nuclear del cine de autor contemporáneo. Una obra para ser sentida y olida más que pensada y contemplada. Y, sobre todo, para ser experimentada. Porque, ante todo, es una experiencia. Un ritual camuflado de performance que es, en cierto modo, un corte de mangas al sentido de lo sagrado. Un dedo en el culo en medio de una liturgia eclesiástica. Un retablo medieval en continuo movimiento. Un elogio de la barbarie y del arte bufo. Una mezcla entre la literatura de Rabelais, las pinturas de Brueguel el viejo y dos estilos cinematográficos tan radicales y, en cierto modo, antitéticos como los de Tarkovski y Bressson. Juego de tronos abordado con la tensión y distanciamiento de un texto brechtiano o Mad Max filmada por Tarkovski.
Ciertamente, y a pesar de que la película es una libre recreación de una novela de ciencia ficción de los hermanos Strugatsky, creo que es la mayor exploración instintiva que se ha hecho jamás de los extravagantes, irrisorios paisajes mentales y físicos descritos con talento socarrón y burlón por Rabelais en su célebre Gargantúa y Pantagruel. Casi una ejemplificación de las tesis sobre lo grotesco sostenidas por Bajtin en su célebre La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Tanto es así que no tengo la certeza pero apuesto a que German era un riguroso conocedor de la obra del ensayista ruso y que la consultó una y otra vez conforme diseñaba mentalmente la película. Un film en que la mierda es un elemento central así como el desorden, el caos y lo caricaturesco en la que los planos secuencia más que un recurso estilístico, son el aire y la sangre de esta especie de viscosa, repugnante morsa que es la película.
Catorce años estuvo Alexsei inmerso dentro de este pantanoso territorio repleto de puercos, escupitajos y babas. Absolutamente obsesionado con la veraz recreación (no exenta de viciosos simbolismos) del Medievo hasta el punto de mandar construir armas y muebles según se hacían en la época o entrevistar personalmente a los extras, empeñado en realizar una obra que condujera el cine a otro terreno. Reproducir, de manera exhaustiva, una cáustica Edad Media de tintes barrocos que, a veces, parece tan esperpéntica y sorprendente como un lienzo de Arcimboldo y otras más oscura que el más esquizofrénico de los cuadros expresionistas. Y, en verdad, hay que reconocer que cada uno de esos años de trabajo se siente en las inagotables escenas de un film tan recargado y detallista que por momentos parece un monstruo que se ha engullido la vida de un trago. De hecho, consigue dotar de varias dimensiones a la pantalla y cada uno de los planos rodados, convertidos aquí en espejos infinitos, de una profundidad exultante, laberíntica y abigarrada tan amplia que consiguen hacer del 3D prácticamente un recurso infantil, juvenil. Demostrando que, tal y como subrayaba Andrei Tarkovski en su Esculpir en el tiempo, en realidad, el cine es sólo un pequeño niño que aún tiene mucho que desarrollar y cambiar. Se encuentra en fase de crecimiento y probablemente será muy diferente de como lo entendemos actualmente dentro de uno o dos siglos.
Creo que es un error acceder al vitral de Alexei creyendo que es precisamente eso: una película. A quien lo haga, le auguro más de una decepción. Momentos de franca desesperación. Porque Qué difícil es ser un dios está rodada como cine pero posiblemente no sea cine o exactamente lo que conocíamos hasta ahora como cine. Como probablemente el último delirio de Léos Carax, Holy motors, tampoco lo fuera. De hecho, a su manera, es más un desfile, un viaje o una performance que una película. Un intento de reverdecer el sentido de la artesanía en el ámbito del arte contemporáneo. De borrar el ego y retratar el inconsciente colectivo de una era en medio de continuos nubarrones y temporales. Tormentas que no permiten distinguir la tierra que se pisa, montañas de barro, cuerpos ensangrentados, torturas, sexo sucio y cuerpos flatulentos.
Qué difícil es un banquete de tocino y carne y embutidos y también mierda dulce de pato, pavo y perro absolutamente excesivo, recargado y abusivo para cuya ingestión es necesario encontrarse en el estado mental y anímico adecuados. Puede que porque aunque la obra de German sea una locomotora en combustión donde no cesan de ocurrir sucesos (la mayoría de ellos incomprensibles) se encuentra filmada con absoluta parsimonia. Recreando la experiencia del tiempo en la Edad Media o mismamente en un país marciano. Por lo que las casi tres horas de la película se nos pueden hacer ocho, nueve, veinte o una sola pero lo que es seguro es que difícilmente se corresponderán con las que marca nuestro reloj en el planeta tierra.
Decir por ello que estamos ante un film diferente casi que parece redundante. Pues esta farragosa, atípica, excitante y cruel (a partes iguales) película va mucho más allá de lo imaginable. Y es capaz de conjugar las visiones apocalípticas de Andrezj Zulawski sobre el futuro y la historia pasada con las monumentales, tortuosas y desoladoras esculturas cinematográficas de Bela Tarr. Es Closer de Joy Division o un Réquiem de Johann Sebastian Bach siendo interpretado por unos músicos locos y excéntricos, acostumbrados a revolcarse en mierda e interpretar corrosivos madrigales. Una enorme barriga, unos gigantescos michelines cayendo sobre barreños sucios donde se mezcla la sangre de las cabezas de puercos decapitadas con el semen revuelto por el cuerpo y tetas de tan robustas, exuberantes mujeres que ni Rubens alcanzaría a conseguir retratarlas en sus lienzos.
La grandeza, en cualquier caso, de esta alegoría sobre la barbarie es que, aunque pueda ser leída como una crítica a la Rusia estalinista o al férreo manejo actual de su país por parte de Putin, también permite otras lecturas. ¿Cómo no si debido a su radicalidad es imposible fijar un significado sobre la misma y a veces ni siquiera es posible comenzar a elaborarlo?
En concreto, para mí es una de las más esclarecedoras metáforas sobre el mundo globalizado que he visto. Porque la Edad Media de German no es sólo un reflejo, según mi punto de vista, de su país sino de este caótico, revuelto mar social mundial en el que vivimos actualmente donde no entendemos prácticamente nada de lo que ocurre -por mucho que leamos periódicos oficiales, conspiranoicos o los dos o tres o cuatros libros que publica anualmente Slavoj Zizek- y vivimos bañados en mierda, consumiendo mierda y acicalándonos con mierda. Algo difícil de aceptar pero fácil de comprender teniendo en cuenta que la publicidad al servicio del poder es capaz de hacer pasar por algo exquisito y «cool» hasta un plato de patatas podridas o puede hacernos creer que una bolsa de de plástico medio rota es oro.
En fin, tan pantanosa como destructiva e hiriente, Qué difícil es ser un dios es, sin ningún género de dudas, una obra situada más allá del bien y el mal. Es un film que estoy seguro que habría interesado (y mucho) a Nikolai Berdiaev, quien ya preanunciaba a principios de siglo la llegada de una nueva Edad Media y con el que creo sinceramente que también Friedrich Nietzsche habría conectado. Pues es pura fortaleza. Darwinismo eslavo y germánico. El mundo sin Roma y sin Renacimiento. Y también sin Cristo. Una bestialidad que, de poseer un tono un poco más fantasmagórico y huidizo, tal vez hubiera sido la película que hubiera rodado Scott Walker de haber consagrado su vida al cine o Rabelais de haberse reencarnado en un cineasta. El arte evolucionando sin necesidad de saber a dónde ni para qué. Shalam
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