Leer Al límite, la última novela de Thomas Pynchon, permite comprender perfectamente cómo, durante los últimos años, se han ido construyendo toda una serie de teorías alternativas que, en vez de desembocar en verdaderos cambios sociales y radicales giros políticos, han terminado por dar lugar a una placenta conspiranoica que es complementaria de la oficial: la placenta consumista neoliberal y mass-mediática. En esencia, el ciudadano medio occidental puede elegir ahora entre dos canales: 1) La televisión, radio y periódicos neoliberales cuya psique tranquilizan continuamente, valiéndose de los métodos tradicionales (y algunos más novedosos) de manipulación y persuasión. Y 2) cientos de páginas de Internet, podcast y blogs que le ofrecen una versión totalmente alternativa sobre la realidad política y social dedicadas en su mayoría al NWO que, con mayor o menor rigor, explican la autoría de los atentados de París, el 11-S o Kennedy, los planes de las élites y los motivos ocultos escondidos tras ciertas decisiones tomadas por parte del Poder.
Exactamente, si bien ese segundo espacio supuso en su momento un soplo de aire fresco para la psique occidental proclive o bien al conformismo y la pasividad o al seguimiento más o menos irreflexivo de los mitos anárquicos y revolucionarios, al final ha terminado convirtiéndose en, repito, otra placenta. Los ciudadanos indignados o enfadados se conectan a la red, leen esas teorías y encuentran la satisfacción que necesitaban: profusos ensayos, elaborados textos que no sólo les dan razón sobre lo mal que está el mundo y el engaño global sino que se atreven a proferir teorías sobre el momento exacto en que llegará el reseteo o fin del sistema actual.
En los últimos años, casi todos -yo incluido- hemos jugado a ello y realmente, no ha servido de mucho. Simplemente, hemos intercambiado nuestra lectura de las páginas culturales de El país y otros diarios por la de ciertos blogs. Nos hemos sentido, en cierto modo, aliviados al leer una versión de la realidad que se correspondía más que con la verdadera con la que deseábamos que fuera la verdadera. Y, finalmente, como ocurre con la novela de Pynchon, la sensación que tenemos es de encontrarnos tan lejos y tan cerca como antes nos encontrábamos de la realidad.
Cuando reviso, por ejemplo, algunos de mis textos agrupados en la categoría política, me doy cuenta que tal vez sería más exacto llamarlos literatura política. Y que son aquellos de los que menos satisfecho me siento. Pues, en esencia, se encuentran plagados de errores conceptuales. Algo lógico porque no soy yo un politólogo ni un analista de la ciencias políticas sobre las que muchos pensamos que podemos hablar con total ligereza cuando no es en absoluto así.
Toma de conciencia para la que, desde luego, me ha sido de mucha ayuda la escucha atenta de los programas de Antonio García Trevijano. Una cátedra completa de teoría (y práctica) política que, basándose no en hipótesis sino en la realidad, las leyes y la evolución histórica, me ha mostrado claramente las razones por las que algunos de mis anhelos de cambios sociales no podían ocurrir de momento. Además de aclararme ciertos hechos como los siguientes: cómo y en qué manera Tsipras estaba jugando con la población griega con absoluta inconsciencia, las fallas de la mal llamada democracia española (realmente una partitocracia), la esencia rapaz de la socialdemocracia, las fallas, errores y manipulaciones del proyecto independentista catalán, la absoluta inconsistencia del estado de autonomías español, etc. Además de la necesidad de estudiar (o al menos conocer someramete) tanto las leyes como las teorías constitucionales y ciertos conceptos políticos de base para interpretar pertinentemente cuáles serán los próximos movimientos en un terreno tan oscuro y difuso como el político cuyas complejidades Trevijano ayuda a aclarar, permitiéndonos en gran medida (sin desdeñar algunas de sus teorías) romper también con la placenta conspiranoica, y tener una visión más real de los acontecimientos sociales derivados de las luchas por el poder político.
Digo esto no sólo para llamar la atención sobre la importancia de, más allá de su tendencia al dogmatismo y frecuentes enfados, escuchar a Trevijano con mayor o menor asiduidad sino para prevenir al lector de Avería. Obviamente, yo continuaré refiriéndome de tanto en tanto a temas políticos porque me interesan y, a veces, aunque sea como proceso catártico, entiendo conveniente señalar mi punto de vista. Pero creo de justicia indicar a quien se acerque a estos textos en el presente o en un futuro (cercano o lejano), que los lea no tanto como la palabra de un experto sino como la de un escritor que se divierte realizando literatura a partir de la realidad. Cuya literatura es consecuencia de esa realidad, tal y como se puede inferir de un texto como el siguiente, dedicado a los dos candidatos de las próximas elecciones norteamericanas
Performance must go on
Alguien me pregunta qué pienso de las elecciones norteamericanas. Umm ¿No está claro? Pues que estamos ante una gran performance. Tan grande como la realizada por Tsipras con el pueblo griego durante el consabido referendum o la llevada a cabo por Pablo Iglesias, Pedro Sánchez o Albert Rivera tras las elecciones del pasado diciembre de 2015. Una performance que ha mantenido entretenidos a ciertos espectadores y ha provocado el enojo de unos cuantos ante ciertas declaraciones de Donald Trump, cuya finalidad no era más que la de colocar en la presidencia norteamericana a la favorita de las élites, Hillary Clinton. Una cínica, autoritaria mujer sin escrúpulo alguno y que, consecuentemente, ama el poder por encima de todo a la que en un mundo justo, un tribunal debería haber condenado a cadena perpetua por actos de lesa humanidad o por las decenas de delitos de los que se le podría acusar.
Es decir; en mi opinión, parafraseando a Baudrillard, las elecciones norteamericanas 2016 no han existido. No han tenido lugar. Al menos, desde el mismo momento, en que el Partido Republicano decidió adoptar a Donald Trump como su candidato oficial. Un señor que hacía buena incluso la memoria de George Bush (hijo) cuyas declaraciones racistas y ofuscadas tamizadas de odio sureño y jerga empresarial machista, estaba claro, desde el primer momento, que le impedirían competir con cualquiera de los candidatos del Partido Demócrata. Algo absolutamente necesario para las élites (me refiero a la incompetencia al menos en el terreno de la política y “lo políticamente correcto” de Trump) teniendo en cuenta que, repito, el candidato demócrata era ni más ni menos que Hillary Clinton. Una mujer con un pasado tan vil y tan poco carisma que, frente a un oponente más inteligente y lustroso, hubiera probablemente acabado perdiendo. Obstruyendo este hecho, en cierto modo, la política continuista y si cabe, más agresiva que las élites sionistas y corporativas que controlan EUA, necesitan continuar implantando en Oriente Medio frente a Rusia. Política en la que sí que se encuentran mucho dinero e intereses en juego que condicionarán probablemente el rumbo del mundo en el futuro y que, por tanto, no podían dejar en manos de una persona que no fuera de su entera confianza como sí que es Hillary Clinton, opuesta en todo a un Trump que se encargó, por ejemplo, de reiterar varias veces en su campaña la colaboración del gobierno de Obama con ISIS y otras cuestiones peliagudas más.
Los norteamericanos, sí, se han especializado en performances últimamente. Casi tanto como en series de TV. Una muy grande, enorme, fue la que dio como resultado la llegada años atrás de Obama años a la Casa Blanca seguida de la concesión por parte de la Academia Sueca de un inverosímil premio Nobel de Paz al “inofensivo” perrito faldero demócrata.
La guerra de Irak y las sospechas sobre la autoría del atentado del 11-S unidas a la agresividad, mal humor, incultura y arrogancia de George Bush (hijo) habían ido aumentando el antiamericanismo en el mundo y, obviamente, se necesitaba un cambio de rumbo en el gobierno. Obama fue la solución. La meditada e inteligente, muy inteligente respuesta a este hecho. Un señor carismático, prudente y sencillo que, además de ser el opuesto intelectual de Bush, era negro. Con lo que su llegada a la presidencia, se pudo vender como una victoria de las minorías. Una nueva puesta de largo del país de las “libertades”. Cuando, en realidad, Obama simplemente lavó un poco el sangriento y agresivo edificio legado por Bush. Y en lo esencial, (cuidando eso sí, porque el país estuviera en orden internamente y progresara adecuadamente) se dedicó a continuar con la política exterior norteamericana, ocultando tras su angelical rostro, un reguero de muertes, desfalcos y violencia tal vez incluso superior al de su antecesor en el gobierno.
El que apenas existan críticas contra Obama, memes ridiculizándolo y sátiras destruyendo su legado en relación a las que se promulgaron cuando George Bush (hijo) gobernaba, se puede vislumbrar como el mayor éxito de esta maquiavélica administración. Mucho más, sí, que el consabido Obamacare. Un triunfo absoluto de las élites que, durante todos estos años, fueron preparando y adoctrinando a la candidata ideal para sus intereses: Hillary Clinton. Cuya victoria podrán vender además como otro triunfo más de las libertades, al conseguir al fin acceder una mujer a la presidencia norteamericana. Una mujer que, por otro lado, no se diferencia demasiado de Trump salvo en la astucia para no decir lo que realmente piensa y saber callar la política exterior que piensa imponer, que intuyo será una aceleración -teniendo en cuenta el ritmo de la actualidad- de la de Obama.
Antes que convertirse en maestros de la performance, como sabemos, los norteamericanos lo fueron del cine. Ellos conocen perfectamente los resortes emocionales de las masas. Y para hacer creíble la nueva película que les habían encargado rodar –Elecciones a la Presidencia 2016– se dedicaron a dar voz y voto a Trump. Tanto que, semanas atrás, hubo un momento en el que la “amenaza” Trump parecía que podía terminar ganando las elecciones.
Trump era un empresario de éxito, un gran publicista, un hombre hecho a sí mismo que además decía en voz alta lo que verdaderamente piensa el americano medio. Trump era el fascismo necesario para caminar con paso firme por la aldea global. Pero, en realidad, la progresiva ascensión del exitoso empresario en las encuestas era una farsa. Trump nunca tuvo una sola oportunidad. Y su popularidad creciente tenía más que ver con la necesidad de hacer las elecciones creíbles. Y, sobre todo, con que parecieran lo suficientemente igualadas, como para provocar un vuelco emocional en el espectador norteamericano que consiguiera que, finalmente, los mismos demócratas que son conscientes de la maldad e hipocresía, el auténtico peligro de Hillary Clinton, se lanzaran en masa a votarla con tal de huir de la pesadilla que supondría tener como presidente a un reaccionario que aúna en su persona lo peor de Ronald Reegan, George Bush (padre e hijo) o Richard Nixon y parece salido de un distópico film futurista tipo Network. Un mundo implacable.
En fin. Ya sé que las elecciones no se han llevado a cabo todavía. Pero oteando por encima los resultados de las últimas encuestas, no es osado indicar que los norteamericanos lo han vuelto a hacer. Han ganado otro nuevo Oscar en performance. Y cientos de miles de ciudadanos celebrarán un supuesto triunfo de la libertad que es, en realidad, una victoría del terror y la maldad. Cuando, además, no ha existido otra opción. Se ha hecho creer a la población general que ha habido dos candidatos pero únicamente había uno: el peor y más venenoso (Hillary Clinton) a quien se le ha colocado enfrente un payaso, Donald Trump, (¿alguien se cree de verdad que le hubieran permitido hacer muchas de las propuestas que prometía?) que a cambio de quién sabe qué favores y emolumentos se habrá prestado gustosamente a representar su papel en una performance en la que, desde luego, según mi punto de vista, él no es el gran derrotado sino la libertad, la democracia y el pueblo. Shalam
إنَّ الْهَدَيَا عَلَى قَدْرِ مُهْدِيهَا
Vale más tomar agua con un amigo, que néctar con un enemigo
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