Hay algo en la literatura de Alejandra Pizarnik que es tremendamente sexual. Muchas de las frases que escribe se antojan miedos o besos perdidos. A veces incluso orgasmos frustados o menstruaciones.
Alejandra era una condensa. Una mujer desesperada con una espada en sus manos que de tanto en tanto clavaba en su propio vientre. Los versos que dejó escritos eran acero. Sus palabras dedos sangrientos. Sus libros castillos. La artista argentina logró que cada uno de sus poemas pareciera un suicidio y cada verso su último aliento. Que todas sus frustraciones amorosas y literarias se convirtieran en un reflejo de la desolación cotidiana. De las infernales ciudades modernas. Su escritura era fuego. Intensidad. Una hoguera solitaria. Una oda creativa al suicidio. Épica del desequilibrio y la irracionalidad. Cualquier palabra escrita por Pizarnik brilla. Posee color. Cierta melodía que va generando inquietud y se va imponiendo a los silencios y los murmullos cotidianos. Las frases plasmadas por Alejandra en cuadernos sucios y negros eran espadas. Sueños alucinatorios. Procedían del fondo de la tierra. De confines ignotos en los que había dolor. Un dolor muy agudo del que emergían versos parecidos a estrellas o castigos infernales.
No he terminado aún sus Diarios (voy consultándolos a mi ritmo) pero creo que son uno de los testimonios más sinceros que he leído sobre cómo la vocación literaria no se escoge sino que se impone. Para Alejandra la literatura era un castigo. No un refugio. Era un látigo que debía fustigar su piel diariamente. Un cuarto solitario y vacío donde debía encerrarse. Su obra posee tanta miseria como agradecimiento. Tanta mortificación como locura. Alejandra no sabía bien quién era ella misma. Tengo la sensación de que vivía confundida entre varias de sus vidas pasadas y la suya propia. Sus Diarios enseñan cómo se forja un verdadero artista. A base de golpes y frustraciones y enfrentando la dura realidad diaria teniendo como única amiga y compañera a la muerte. Shalam
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