La música de Pixies era un torbellino que parecía salido de un agujero negro de la cultura popular o de la mente del protagonista de Cabeza borradora (Eraserhead). De las pesadillas sufridas por Henry Spencer tras contemplar casi sin pestañear El perro andaluz y varios episodios de Dark Shadows o Los Monsters mientras se atiborraba de comida basura.
Lo más sencillo, por tanto, hubiera sido concebir sus portadas de manera bizarra. La imagen de un cerebro dañado, una fotografía borrosa, movida de un barrio de Boston o un dibujo extraído de alguno los popes del cómic contracultural hubieran bastado para cumplir el expediente. Terminar de apretar el lazo de la caja donde se encontraba lo realmente importante tanto para los cuatro elfos norteamericanos (Black Francis, Kim Deal, Joey Santiago y David Lovering) como para su exigente productor (Steve Albini): la música. Y probablemente esto es lo que hubiera sucedido de no ser porque el grupo de Boston tuvo la fortuna de haber sido fichado por 4AD. El sello del inquieto, misterioso Ivo Watts-Russell. La fábrica arty por excelencia. Una empresa que era más un colectivo artístico que una compañía de discos al uso. Se encontraba al extremo más radical de la vanguardia creativa, y contaba en sus filas con diseñadores gráficos de la talla de Vaughan Oliver.
Cuenta la leyenda que cuando se le encargó la portada de Come on pilgrim, debido a la crudeza y la demoledora rabia que emergía del primer artefacto grabado por los monstruos norteamericanos, Vaughan no las tenía todas consigo. Pues no sabía cómo encajar la aridez, sordidez destructiva de esa música con el refulgente, minimalista, soñador y austero tono de las portadas que identificaban como sello a 4AD.
No obstante, una mañana en la que acudió al London’s Royal College of Art, le bastó contemplar una serie de fotografías inspiradas libremente en Las tentaciones de San Antonio de Gustave Flaubert, pertenecientes a un artista recién licenciado, Simon Larbalestier, para saber que al fin había encontrado lo que buscaba. El resto, efectivamente, es historia porque desde aquel día, las opacas, abstractas e hirientes fotografías de aquel prometedor creador (convenientemente alteradas por Vaughan para adaptarlas a las peculiaridades del diseño discográfico), se convirtieron en el emblema de la banda hasta el punto de que, con el tiempo se consideró al fotógrafo escocés como el quinto miembro del grupo. Algo lógico porque con sus textos visuales consiguió forjar una serie de obscuros símbolos que permitían definir el «concepto» Pixies sin simplificar su mensaje. Amplificándolo y expandiéndolo al compás de las corrientes circulares que emergían de los guitarrazos de Black Francis y Joey Santiago.
Larbalestier, por ejemplo, captó en imágenes lo marciano y extremo de su música consiguiendo hacerla más sugerente y sugestiva. Transformarla en un platillo volante rockero. Retratando además, conceptualmente, por medio de primeros planos de objetos y animales, los intestinos grasientos de la banda. La ferocidad de su propuesta que, en combinación con sus fotografías, se tornaba enigmática y coherente consigo misma. Misteriosa y visceral. Artística y grasienta a la vez. Una bomba de neutrones dispuesta a hacer estallar el mundo a base de berridos y guitarras cabreadas. En esencia, puro granito. El músculo de un superhéroe en plena tensión siendo contemplado a través de una radiografía. El barrio y la calle convertidos en un decorado de película de David Lynch.
De esta manera, Larbalestier consiguió que no sólo la música sino también el diseño y las portadas de aquellos míticos discos que las huestes de Black Francis grabaron entre los 80 y los 90 parecieran salidas de la mente del protagonista de Cabeza Borradora. Y, asimismo, se pudiera pensar que todas aquellas fotografías de un blanco y negro enfermo, esquizoide pero también vibrante y elegante pudieran haber sido obsesivamente realizadas por Henry Spencer durante los ratos libres que le dejaba su trabajo en la imprenta o en esos espacios vacíos en que se salía del foco de la cámara del director norteamericano.
En cualquier caso, de todas las acuarelas que realizó para Pixies, sin dudas, la que más revuelo ha causado a lo largo del tiempo ha sido la de Surfer Rosa (luego retocada o más bien enmarcada por Vaughan dentro de la cubierta del disco). Y, desde luego, no hay de qué sorprenderse al respecto.
En el libro de Josh Fran y Caryn Ganz, Fool the world: The oral history of a band called Pixies, se nos indica que Black Francis, (quien solía divertirse al escuchar en los bares de Boston el español de los latinoamericanos) pidió a Larbalentier una estampa para la portada relacionada con la cultura latina. Ya en Come on Pilgrim había dos canciones con sus correspondientes títulos en castellano y comenzaba a ser una costumbre entre los fans de la banda citar el momento exacto en que se escuchaban dos o tres palabrejas de la lengua de Cervantes entonadas con diabólico acento durante los discos o conciertos.
Sin embargo, a pesar de sus denodados intentos, Larbalentier no pudo encontrar un lugar real que se ajustara a lo que había delineado en su mente y tuvo que diseñarlo. Algo que, como es ostensible, hizo perfectamente. Pues el extraño cuarto por donde se desplaza la silueta de una mujer semejante a un cisne negro parece un bar español clausurado por el que resuenan de tanto en tanto fantasmagóricas cantinelas mexicanas o la antesala del sótano de un antiguo teatro norteamericano donde, en días festivos, podían juntarse viejas glorias latinas a rememorar entre tragos de tequila el tiempo de antaño. Lo bien que lo pasaban contemplando corridas de toros o bañándose con el sol entre los aceituneros y naranjos.
Ciertamente, la foto de la modelo es realmente espectacular. Una estampa surreal que, a pesar de su modernidad, (la guitarra desapareciendo, el póster de una película clásica roto al fondo) se encuentra extrañamente fijada en el tiempo. Remite a las primeras décadas del pasado siglo a no ser por los senos desnudos y la pose entre engreída, ridícula y marcial de una enigmática mujer cuyos rasgos (aun siendo anglosajona) rememoran los de Ava Gadner o los de raciales mujeres latinas como María Félix o Lola Flores. Y se asemejan tanto a los de las modelos retratadas por Picasso como a los de las actrices fetiche de Pedro Almodovar. Tal vez por esa mezcla perfectamente conseguida en el retrato entre la suntuosa cortina y el crucifijo clavado en la sucia pared. Además de, claro, el extraordinario detalle punzante del pescado que esta mujer (que bien podría ser la bailarina principal de un conjunto de flamenco, la actriz que interpeta el papel de Carmen en la ópera de Bizet o una gitana que lee la mano y las cartas españolas con diabólica soltura), sostiene con su mano derecha sin un sentido evidente más que el estético. El regodeo en la belleza de un acto superfluo que, gracias a su extrañeza, subyuga y cautiva. Respondiendo acaso exactamente a la delirante manera a través de la que los anglosajones observaban (y probablemente valoran aún) la cultura hispana.
No obstante, a pesar de todo lo dicho, la fotografía de Larbalestier no es kitsch. Lo roza, sí, pero, al contrario, resquebraja las paredes del tópico y el cliché, como si de un gusano se tratara, a través de la radicalidad con la que se impone. Tanto que la instantánea pareciera haberse inventado por sí misma a transgresoras artistas posteriores como Pj Harvey cuyo look no es tan distante de la modelo. Sacando a la luz un nuevo tipo de mujer: elegante y distópica. Surreal y expresionista. Decadente, salvaje y elegante. Asesina y oscura a la vez.
Curiosamente, y a pesar de que su refulgente presencia inunda la fotografía al completo, Larbalentier no tenía anotado el nombre de esta mujer en su agenda y fue por azar que la exuberante modelo se presentó ante él en el momento exacto, asegurando ser la amiga de una amiga de una amiga. O algo parecido. Pero tanto él como Pixies se encontraban por aquellos años en estado de gracia y consiguió, sin excesivos problemas, concluir una obra de arte magnífica con la que comenzó a cerrar definitivamente el círculo estético de la banda norteamericana. Porque la portada de Surfer Rosa era puro Buñuel. Lo que había pacientemente conseguido El perro andaluz en el insconsciente anglosajón tras ser proyectado insistentemente en Institutos, Universidades y Escuelas de cine durante décadas. El espíritu de Extremadura, la Semana Santa y los teatros de corral madrileños colonizando el capitalismo entre los berridos inmisericordes de jóvenes cuya papilla y biberón habían sido los movimientos de pelvis de Elvis Presley y los acelerados ritmos del punk rock. Adultos aún con alma de niño que, entre concierto y concierto y giras interminables, de tanto en tanto disfrutaban diciendo en voz alta mientras bebían unas cervezas, aquello de: «¿Cóoomoo estás aaamigooooo? A mí gustaar muchoo paelllaaa». Shalam
إِنَّمَا يَتَفَاضَلُ النَّاسُ بِأَعْمَالِهِم
Acaban por enfermar quienes desean tener siempre razón
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