No sé si un avería es suficiente para describir lo que Matana Roberts está haciendo con la historia del jazz y su futuro porque es impresionante. Cualquiera de los cuatro capítulos publicados hasta ahora de su serie Coin Coin son trascendentes maravillas que me dejan por lo general sin palabras. Todos son diferentes pero tienen en común su enorme vitalidad. Su locura. Su genialidad. Su creatividad. Su demencia. Su riesgo. Debo reconocer que estoy emocionado de escuchar a Matana. De saber que aún existen músicos como Matana. Una mujer que parece haber caído de niña en una marmita donde se encontraran los secretos alquímicos escondidos en la música de Prince o John Coltrane. Ser una guerrillera del ritmo en medio de tiempo apocalípticos en los que sólo se escuchan bombas comerciales y el arte ha perdido todo sentido. Se encuentra derruido.
Matana se ha propuesto revisitar en sus discos gran parte de la música negra experimental y tradicional del siglo XX pero no tanto para homenajearla como para cambiarla. De hecho, la está obligando a mutar. Forzándola a transitar por caminos desconocidos, casi tan astrales y lejanos como aquellos a los que la condujo Miles Davis en los años 70. En parte es una exploradora y aventurera y en parte una mística. Una enamorada del sonido capaz de conectar con dios a través del saxofón, los golpes emocionales del estómago y los cánticos tradicionales.
Matana convierte un tema funk en una masacre ruidista, un gospel en un réquiem, un blues en una ópera instrumental, un charlestón en una oda ácida y un tema soul en una homilía bíblica. Matana es una punk pero también una vanguardista. Ha logrado al fin poner el jazz en el siglo XXI sin necesidad de usar sintetizadores o la tecnología en exceso. Dar sentido a todas las búsquedas de sus hermanos espirituales ya muertos y a muchos de lo vivos. Hacer de la música concreta un delirio rítmico bailable y sacar al bop del ataúd y ponerlo a soltar soflamas incendiarias como si fuera un niño y tuviera todo por hacer y decir o estuviéramos en medio de una guerra.
Matana es una mutante agresiva. Una esquizofrénica cuerda. Convierte la música en un ritual. En una orgía. Combina fraseados rap con ambientes experimentales con increíble naturalidad y desparpajo. Como si tuviera una caja de ritmos por riñones y la discografía completa de Sun Ra y Thelonious Monk incrustada en sus pulmones. En realidad, Matana no toca el saxofón. Ni siquiera hace el amor con su instrumento fetiche. Yo diría que se lo folla. Que lo masturba. Matana es una fiera. Está loca. Da miedo. Es una pantera negra. Nadie que esté cuerdo puede llegar a los límites artísticos por los que se desliza en sus Coin Coin. Porque Matana es una diosa airada. Se impone a la realidad. Dispara contra la sociedad y el aburrimiento desde las barricadas. Construye mundos con cada una de las melodías que interpreta. Hace fuego en las calles. Sus discos son celestes e infernales. Recuerdan tanto a las letanías finales realizadas por John Cage como a las incineraciones llevadas a cabo por Charlie Parker. Hay algo en su música que es incomprensible. Que sólo los jonkies y los locos pueden entender. Sus discos son tarots negros. Un tratado cabalista sobre la música afro. Podrían destruir cualquier auditorio y sala de conciertos. Son tan buenos que dejan en ridículo a la mayoría de músicos que aparecen en Treme y mandan directamente a todos esos hypes que produce vorazmente la sociedad de consumo al lugar que les corresponde: la basura.
Si tuviera que sugerir una banda sonora ideal para conectar con Bruja no dudaría en citar el primero de sus Coin Coin. Porque toda esa agresividad, esa libertad, esa poesía alucinada que no va a ningún lado, se repliega constantemente y surca los cielos en espiral que trasmite Matana es también la que yo deseaba capturar en esa novela. Lo que supongo explicará mi conexión total con esta artista. Sin ninguna duda, una de las más vivas y rabiosas que hay en la actualidad como confirman sus discos infinitos parecidos a negras fragatas. A endiabladas acuarelas. A trenes destrozados y a petroleros ardiendo. Una locura transgresora y creativa que remite a planetas perdidos en medio del Universo, a ciudades de la antigüedad, al beat y a la bohemia de forma avasalladora. Hasta tal punto que se diría que para Matana el jazz es un caramelo o un donut. Lo que a todos cuesta ella lo disfruta y allí donde nadie llega, ella despega. Shalam
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