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Martillos murcianos

May 23, 2015 | 0 Comentarios

Bueno. Pues el pasado miércoles al fin se presentó Martillo en Murcia y hubo espacio y tiempo para todo: una intervención impresionante de Nacho Ruiz, las mágicas palabras de un cronopio maravilloso como Patricio Peñalver y los gritos de un enmascarado. Además, pude gozar de la presencia de amigos del corazón y del mundo cultural ¿Qué puedo decir? A martillazos, esa novela sigue su camino. Sigue golpeando el mundo perversa, perturbadoramente. Y yo me siento feliz. Muy feliz.

Creo además, que estas dos últimas semanas han sido aquellas en las que mejor me he sentido en mucho tiempo. Finalmente, debo decirlo: amo profundamente España. Y como la amo, la critico a muerte. En fin, cualquiera que haya leído algunos de mis textos de Avería, sabe que siempre suelo hacer uno distinto para cada presentación. Este en concreto se lo dedico a Fran sevilla y lo dejo a continuación, no sin antes decir eso de ma-ma-ma-martillo, ma-ma-ma-martillo.

Martillo. Murcia. 20 de mayo de 2015.

Como un capitán pirata herido o un viejo boxeador maltrecho, repitiendo una fórmula gastada que, a estas alturas, a pocas personas podía sorprender, el espíritu de aquel viejo marinero llamado Alejandro Hermosilla comenzó la presentación del libro Martillo titubeante. Nervioso y un poco confundido al sentirse rodeado de almas que lo contemplaban como si fuera un demonio que aquella noche fuera a ser quemado en las puertas del Averno ante un grupo de muchachas sonrientes. Por lo que le costó sobremanera comenzar su discurso hasta que, contemplando fijamente los ojos quietos de un estornino negro, se decidió al fin a hablar.  Pronunciar sus primeras palabras que fueron las siguientes:

 “Odio España”, dijo.

“Odio sus alargados minaretes, sus tortuosas mezquitas situadas en calles laberínticas en cuyo centro se encuentran grabados los rostros de viejos minotauros por los que durante el amanecer caminan despojos fantasmagóricos, mujeres cubiertas con velo cuya sonrisa deja entrever colmillos sangrientos y negras panteras de fina piel que imploran amor a aquellos con quienes se cruzan en las plazas desiertas y zócalos donde los comerciantes, payasos y encantadores de serpientes aún no han llegado.

Pero mucho más que a España, odio a los españoles. Es realmente insoportable, absolutamente despreciable su ansioso comportamiento durante los ayunos del Ramadán, o cuando el sultán eleva su voz obligándoles a cumplir sus estrictas órdenes y deseos.

Los españoles, al igual que los chacales, son muy sumisos. No han protagonizado una sola revolución en su historia. Les bastan unas palabras de sus amos, las sonrisas de los califas y la promesa del paraíso, el perfume de una flor escondida, para calmarse. Espantar su ira mientras contemplan el reflejo de los pájaros en desérticos lagos en los que su cuerpo toma el cariz de una calavera y sus sueños se disuelven en costras destrozadas por el paso del tiempo. Además, por lo general, los españoles suelen masticar con la boca abierta. Mirando a su compañeros con gestos de odio e ira, transmitiéndoles el inmenso enojo que sienten por estar vivos. No saben, de hecho, disfrutar de la vida y son reacios a probar el alcohol o saborear las drogas, siendo habitual en ellos caminar en soledad o vivir apartados del resto de la sociedad.

Ayer mismo, estuve cerca de varios españoles y no pude evitar sentir miedo. Soltaban improperios contra un musulmán o árabe -qué les importa a los españoles esta diferenciación- que los miraba asustado. Con sus dos ojos salidos como un pájaro al que varios niños disfrutaran torturando. Aquel hombre imploraba a Cristo que lo librara de esos adoradores de Alá que, complacidos por su sufrimiento, acariciaban su espalda y rostro como si fuera su hijo, mientras bebían sin cesar de una botella de té frío cuyo contenido se derramaba sobre sus suriyah, kafiyehs y turbantes con furia y frenesí. Con la misma intensidad con la que animaban con sus brazos levantados al resto de sus compatriotas a que se unieran al linchamiento de aquel pobre hombre. Un sangriento festival en torno al que se congregaban multitudes de pájaros piando sin sentido alguno, alborotados cual gusanos revueltos en infames agujeros, atraídos por la fiereza con la que el idioma árabe resuena habitualmente, día tras día, en los descampados situados frente a los mataderos de la ciudad de Murcia.

Esta urbe maltratada por el calor y asediada por la voracidad y codicia de los sultanes, cuyos muros han impedido el paso de ideas puras desde siempre. Algo que parecía indicar, asimismo, la mirada perdida de aquel árabe vestido con un traje de franela que enojaba a los españoles que, aunque lo vejaban y ridiculizaban como suelen hacer con todo aquello que consideran extraño, eran incapaces de desdibujar su sonrisa. Hacerla apagarse y contraerse consiguiendo que mostrara el debido respeto a su libro sagrado: un luminoso Corán que portaban en sus manos como si fuera un medallón dorado escrito con el fin de obligar a los pueblos de otras razas a plegarse a sus deseos.

En cualquier caso, dijo Alejandro Hermosilla pegando un martillazo en la sala, me resultan muy confusos los detalles de esta historia. Tal vez por mi odio a los españoles, soy incapaz de testimoniar lo que sucedió ayer con aquel árabe de una manera veraz. ¿Quién sabe? Lo cierto es que no es para nada habitual este comportamiento en los españoles. Por lo general ellos son incapaces de moverse. Realizar algún esfuerzo. De hecho, se diría que pasan durmiendo la mayoría de sus horas. Soñando con las formas geométricas con que, transcurridos los años, embellecerán sus casas. Por lo que, probablemente, continúo sugiriendo el desdichado y desventurado Alejandro Hermosilla a los presentes, me encuentre exagerando estos pasajes. Lo que, por otra parte, entiendo que no debe en absoluto sorprender demasiado a los españoles. Gentes acostumbradas a los extremos y las amplificaciones. Adoradores de la palabra escrita que no permiten que sus iglesias sean decoradas con iconos de sus santos y vírgenes. Sátrapas viciosos que prohíben, bajo amenaza de muerte, que sus mujeres paseen mostrando sus cabellos, capaces incluso, como sucedió hace cuatro años, de colocar en el trono de su reino a un oneroso califa.

Un hombre violento, un asesino, un terrible político que sin embargo apenas era capaz de pronunciar palabra delante de sus interlocutores y formular un razonamiento preciso, demostrando, sí, que los españoles, no evolucionan. Son incapaces de levantarse contra los usureros que los hostigan, los mercaderes que les prestan dinero a unos intereses demasiado elevados y aceptan todo aquello que les sucede con la misma resignación con la que los pastores y ganaderos contemplan sus campos cuando no llueve durante semanas.  ¿Qué se puede decir bueno de ellos? Tendría que rastrear en mi memoria perdida para encontrar algún buen recuerdo, algún rasgo de buena voluntad en cualquiera de los españoles con los que he tenido la desgracia de cruzarme y aun así, tras largos esfuerzos, creo que no podría hacerlo. Los españoles piensan que Mahoma es su profeta y su ley, es la ley Universal. Quieren introducirse de nuevo en el Occidente. Viven con el punto de mira vuelto hacia Al-Andalus. Deseando refundar aquel reino fruto de angustias y revueltas. Todos los españoles observan con recelo a quienes sonríen. Utilizan cimitarras y no sables cuando desfilan con sus ejércitos. Y lógicamente, tienen miedo de contemplar su rostro en los espejos de los castillos.

Sí. Los españoles, insistió obsesivamente el escritor árabe Alejandro Hermosilla a sus hermanos musulmanes mientras pegaba un martillazo sobre la mesa, son un desastre. Introducen a bestias en ruedos circulares donde jalean su muerte y gritan como posesos cada vez que hay un acontecimiento deportivo. Todos ellos sin excepción alguna son esquizofrénicos. Faltos de creatividad. Están locos. Son incapaces de realizar otro acto que rezar tres veces al día en dirección a la Meca.  Y son enseñados desde muy chicos en el desprecio a la literatura. Por lo que, me pregunto, comentó Alejandro Hermosilla un tanto desesperado, si en realidad merece la pena presentar una novela como Martillo ante ellos. Y si, dado su carácter brusco y reconcentrado, no sería mejor realizar algún sortilegio que pudiera en parte liberarles de esta maldición de siglos que les hace continuar soportando y obedeciendo órdenes de sus gobernantes. Seguir el Corán a rajatabla sin cuestionarse una sola de sus doctrinas.

¿Tienen algún remedio los españoles y hay algún ritual que puedan realizar los españoles que sea para los españoles realmente sorprendente y subversivo, catártico y liberador? No tengo esperanza alguna a este respecto, pero desde luego que sería altamente positivo realizarlo, dijo realmente preocupado e inclinando la cabeza levemente, el escritor árabe Alejandro Hermosilla a sus hermanos musulmanes.

Razón por la que, mientras comenzaban a sonar lentamente los acordes de un viejo tema compuesto en honor a walkirias y efebos del Medievo, un doble suyo que hasta entonces lo había estado observando recitar su texto tranquilamente junto a muchos otros de los califas y sufíes, se levantó y tras enfundarse una máscara -gesto a través de que pretendía fundirse con el inconsciente de su raza- comenzó a pronunciar en voz alta los voces de decenas, cientos de miles de gobernantes españoles que habían sometido a este oneroso pueblo a lo largo del tiempo o deseaban hacerlo en el futuro. Nombres entre los que se encontraban por ejemplo, los de

Sulaymán de Marruecos.

Carlos I, el César.

Mulay Yúsuf.

Albert Rivera Díaz.

Felipe II, el prudente.

Abel Matutes.

Florentino Pérez.

Felipe V, el animoso

Sandro Rossell.

Luis I, el bien amado.

Felipe González Márquez.

 

Carlos III, el político.

Adolfo Suarez.

Carlos IV, el cazador.

Hasán I de Marruecos.

Fernando VII, el Deseado.

José María Aznar.

José I, Pepe Botella.

Abdalá II de Jordania.

Alberto Fabra.

Amadeo I, el rey caballero.

Miguel Boyer.

Recep Tayipp Erdogan.

Santiago Carrillo.

Jordi Puyol.

Juan Carlos I.

Gazi I de Irak.

Ana Botella.

Felipe VI de España.

Mohamed VI.

José Luis Rodríguez Zapatero.

Antonio Cánovas del Castillo.

Mariano Rajoy Brey.

Abdalá bin Abdelazin.

José Antonio Primo de Rivera.

Pablo Iglesias Turrión.

Francisco Franco Bahamonde.

Esperanza Aguirre.

Fahz bin Abdelazin.

Artur Mas.

Francisco Camps

Ramón Luis Valcárcel.

¿Para qué y por qué había inundado de nombres seguidos de martillazos aquel espacio Alejandro Hermosilla? No había demasiado misterio. El inmenso respeto de los árabes por los nombres de sus sultanes, sus regias figuras, les hacía imposible reaccionar frente a las injusticias. Y una de las funciones de Martillo, el libro que aquel condenado venía a ofrecer a las huestes de Ala, era hacer tomar conciencia simbólicamente de que, en cierto modo, si nos controlan es porque lo deseamos. Porque no somos guerreros y no estamos dispuestos a dar nuestra vida por ideales, como lo hicieron aquellos de nuestros hermanos que derrotaron a los cristianos en Constantinopla, dominaron la mayor parte de la península Ibérica o aquellos españoles que construyeron la Alhambra y la Mezquita de Córdoba. Esos bárbaros analfabetos que lucharon contra nosotros durante siglos, ofreciéndonos méritos que no teníamos como haber introducido los decimales y el cero en las matemáticas y haberles enseñado el álgebra. Mentiras capciosas de las que tuve que defenderme ayer frente a una inmensa jauría de seres con turbante, fanáticos del Corán, que como están haciendo ahora mismo todos aquellos que asisten a esta ruinosa presentación, rodeándome enojados, me agarraban del cuello, preguntándome: ¿Y no te atreves a reconocer ahora que eres uno de nosotros? ¿Te atreverás ahora a reconocer que eres un español y únicamente un español y nada más que un español?

Interrogantes que apenas pude responder debido a que los gritos de alegría de esas bestias se cruzaban con los ecos de los martillazos resonando en el mismo centro del cosmos de esta maldita ciudad consagrada a honrar la memoria de Alá hasta la eternidad.

                           Pum, pum, pum. Shalam

 الصبْر مِفْتاح الفرج

 El que no aparece, está siempre presente

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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