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Los poetas

Mar 9, 2014 | 0 Comentarios

«Has destrozado el rostro de una esfinge», esto es lo que le decían a los malos poetas en Babilonia. Tal vez porque los ciudadanos de la Antigua Mesopotamia consideraban a la poesía como un arte sagrado. Entendían que una mala utilización de sus cualidades no repercutía tan sólo en el descrédito artístico y personal de quien no hacía un adecuado uso de sus propiedades artísticas sino también en el conjunto de la población, que confiaba que la palabra de los vates pudiera servirles como puente de contacto con los dioses y el cosmos. Por ello es que, con el tiempo, se decidió sacrificar a quienes no conseguían construir este enlace.

El castigo era terrible. Se les arrojaba en una olla gigante de agua hirviendo tras haber sido golpeados y escupidos por quien lo deseara en la plaza pública y sus restos eran arrojados a los perros. Con las palabras no se juega, parecían querer decir nuestros antepasados con este acto. O uno está dispuesto a morir por su arte o mejor que ni lo intente.


Supongo que con el tiempo, nos hemos vuelto más civilizados. El silencio, la indiferencia o el abucheo han sustituido a la tortura. Pero entiendo que los tormentos tenían su razón de ser siglos antes. En la época arcaica se era muy consciente de la perversión del poder. El peligro de los gobernantes y los guerreros. Y se sabían de las decenas de vicios y perversiones de los seres humanos. Pero, cada cierto tiempo, una vez al mes, antes de llevar a cabo sus rituales, el pueblo se unía a escuchar poesía. Hartos de tanto latrocinio, las multitudes confiaban al menos durante unos minutos olvidarse de la depravación. Los poetas les devolvían la inocencia y el misterio. Tenían un oficio santo y no podían fallar a su público. Claro que el poeta podía beber y disfrutar del sexo pero sus textos debían encontrarse en otra dimensión. Pertenecer al reino del más allá. Y cuando esto no sucedía, la decepción y el malestar eran terribles. Porque se consideraba que ellos eran uno de los últimos sostenes de la sociedad. Tanto su aliento como su resistencia. Se podía pecar en cualquier actividad menos en la poesía que era, en esencia, lenguaje divino. Un rezo de lamento y de celebración que permitía a la población purgar sus pecados. Algo que inconscientemente saben los poetas modernos. Se puede escribir cuento, novela o ensayo con relativa asiduidad pero no así poesía. Pues si no se la cuida y trata con mimo, no sólo se le falta el respeto a la literatura sino al ser humano en general. A la creación. Puede la sociedad ir por el camino que desee, extraviarse e incluso hundirse pero los poetas deben ratificar este compromiso. El problema viene entonces cuando los grandes cultivadores de este arte son ignorados y los mediocres adquieren cierta reputación, como sucede ahora. Lo que provoca situaciones psicóticas de todo tipo y da una idea del esquizofrénico territorio por el que nos desplazamos. ¿Cómo entonces es que vamos a poder establecer una buena relación con el cosmos y, por ende, con nosotros mismos?

No es en absoluto extraño que Rimbaud callara. Muchas veces, el silencio es la mejor arma y apuesta para conquistar de nuevo los cielos. De algún modo, a esta circunstancia aludían los microgramas de Robert Walser e incluso la locura de Leopoldo María Panero. En ocasiones, he pensado que la dificultad del poeta madrileño para comunicarse con el resto de sus semejantes -que tanto contrastaba con la lucidez de sus poemas- se debía a que deseaba manifestar, denunciar de una u otra manera ese hecho: que el vínculo con lo divino se encuentra roto. Tanto que ni siquiera los poetas auténticos como él lo era pueden ya, a pesar de sus esfuerzos, decirnos las palabras que necesitaríamos escuchar, conocer para fundar un mundo nuevo. Más aún, teniendo en cuenta que los vulgares se empeñan en hablar y recitar cuanto más alto y más veces sea posible. Acaso porque ni una sola de sus creaciones ha rozado el cielo y creen que si gritan y gritan sin cesar, finalmente los dioses los tomarán en cuenta. Cuando, en realidad, lo más probable es que, finalmente, nadie preste atención a sus proclamas porque han olvidado que su misión no es tanto hacerse oír sino escuchar: conseguir introducirse en esa especie de limbo que pertenece tanto a los dioses como a los hombres y componer versos, poemas que sean comprensibles para ambos. Muestren a las divinidades lo que tienen de humano y a los hombres lo que poseen de divino además de lo que ni los unos ni los otros compartirán ni alcanzarán jamás. Shalam

الصبْر مِفْتاح الفرج

 Más vale una cucharada de suerte que un barril de sabiduría

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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