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Los niños galácticos

Oct 7, 2013 | 0 Comentarios

Debería tener yo nueve o diez años cuando contemplé el primer episodio de Galáctica, estrella de combate, (1978). Era un niño y además me encontraba viviendo uno de aquellos veranos eternos y felices de la infancia. Por lo que no le pedía una calidad excesiva a las series que veía en la pequeña pantalla. Simplemente con que me entretuvieran tras la hora de la comida -antes de volver a confundirme junto a mis amigos con la arena y el mar- ya me daba por satisfecho.

A esto se debe, supongo, el grato recuerdo que tengo de mediocres productos como El coche fantástico o El equipo A, con los que no desperdiciaría un solo minuto de tiempo de mi vida actual a no ser por remembranzas nostálgicas o la siempre evocadora revisión de sus soundtracks que a tantos buenos momentos me remiten. Debo confesar que basta con ponerme a escuchar unos segundos la sintonía hortera cantada por Joey Escarbury, «Believe it or not», con la que comenzaba El gran héroe americano para que unas lágrimas asomen por mi rostro. Y a mi mente retornen algunos de los momentos más felices y sagrados de mi existencia, como si yo fuera Proust y la acaramelada melodía, la sonata de Vinteuil. Algo que puede contribuir a explicar mi amor por la música italo-disco que, de alguna forma, fue el estilo melódico que con más insistencia sonaba en los casettes que me bajaba a la playa para hacer aún más amenos los baños y con el que aprendí a bailar libremente entre lecturas de novelas de Salgari, partidos de fútbol en la arena y constantes incursiones en el mar en las que soñaba agarrar peces con los dientes y devolverlos a la vida.

Explico esto porque aunque una posterior revisión de algunos de los capítulos de Galactica estrella de combate que me fascinaron en su momento, me los ha revelado como defectuosos, llenos de efectos especiales impostados y, en algún caso, guiones apresurados, esto no ha conseguido atenuar la sensación de fascinación que me recorre cuando contemplo por unos instantes a la nave Galactica comandada por el General Adama surcar el espacio. Como tampoco ha podido opacar la emoción que siento al ver a los cazas Viper de Apolo y Starbuck colocarse en la pista de combate antes de un despegue o las siluetas amenazadoras de los robots cylon. Y, por supuesto, tampoco ha podido evitar que se me hinche el corazón cuando escucho la marcial y pegadiza sintonía compuesta por Stu Phillips de la que, más tarde, Giorgio Moroder se aprovecharía para realizar una de sus apasionantes sinfonías disco.

Galactica era lo suficientemente emocionante como para que un niño de diez años no pudiera olvidarla y le perdonara todos los defectos que el tiempo y mi crecimiento me han hecho evidente y que hizo que, por ejemplo, los muchos seguidores de Star Wars que se acercaron a ver esta odisea espacial en cines, esperando una digna competidora de su saga galáctica favorita, se llevaran una dura decepción. En cualquier caso, a mí esa estética de pobre videojuego que provocó tantos abucheos entre los espectadores adultos de la serie en su estreno, me gusta bastante pues me hace rememorar mis primeras incursiones en el mundo de las videoconsolas o en las gigantescas máquinas situadas en centros recreativos. Pero entiendo que a quien no pueda relacionarla con juegos como Fénix (a los que habrá que dedicarles un escrito antes y después) se les haga insoportable.

Es justo reconocer que la serie poseía ciertos detalles muy interesantes. Me parece una gran idea que el lugar buscado por las escasas naves que se salvaron de la destrucción por parte de los cylon de las doce colonias de Kobol, sea la tierra. O que los nombres de los cazas o los personajes hicieran referencia a deidades griegas: Apolo, Atenea, Pegaso. Y me parece por ello comprensible que, más allá de la calidad de los resultados, esta historia de tintes odiseicos que hacía un guiño a las primeras civilizaciones humanas y a las perdidas (La Atlántida, Lemuria, etc,) en su introducción, atrajera toda mi atención durante mi niñez.

De hecho, pensar que existe otra raza de humanos en otro Universo a los que podríamos encontrarnos en cualquier momento de nuestro desarrollo histórico como sugería el final de la serie, se me antoja muy seductor. Tanto como si al aterrizar de un hipotético viaje especial, lo hiciéramos en el futuro y allí nos lleváramos la sorpresa de que nuestro planeta, como consecuencia de la devastación producida por una catástrofe, se encuentra dominado por una raza de monos inteligentes. Idea desarrollada por Pierre Boulle en su novela El planeta de los simios, sobre la que ya habrá tiempo de hablar más adelante.

De todas formas, -más allá de mi memoria emocional- he de reconocer que la primera Galactica nunca fue una gran obra. Y, desde luego, su continuación en 1980 es un desastre que únicamente se salva por la idea de fondo que sostiene toda la saga que, dada la plana realización, puede llegar a hacerse insoportable. Por lo que, en esencia, Galactica estrella de combate hubiera permanecido más como una serie de grandes ideas que de grandes resultados de no ser por el remake estrenado en 2003. Una revisión ideada por Ronald D Moore que condujo el producto a otra dimensión y que sin ser una obra maestra, sí que estuvo en muchos momentos a la altura del mito que narraba.

Lo cierto es que a pesar de que esta nueva versión estuvo prácticamente seis años en antena, yo no la conocí sino por casualidad. Me encontraba en Seattle por cuestiones de trabajo y antes de volver a España, decidí acudir al Museo de ciencia ficción y música de la ciudad (Seattle’s Experience Music Project/ Science Fiction Museum) y justo allí, me encontré de frente con algunos de los originales cazas de la serie original (también usados en la nueva versión), una maqueta gigantesca de la nave Galactica y todo tipo de información y documentales sobre la reciente actualización, por la que comencé rápidamente a sentirme intrigado.

Obviamente, esta experiencia me hizo recordar uno de los textos esenciales de Sergio Pitol, El viaje, en donde el escritor mexicano relataba una visita al Museo Pushkin de Moscú durante la cual se topó con una acuarela de Matisse, Peces rojos, que le había fascinado en el transcurso de su infancia. Un encuentro sorprendente que le hizo sentir una revaloración instantánea del mundo y de su continuidad. Porque realmente, más allá de ciertos momentos muy espaciados en el tiempo, apenas recordaba yo a la flota comandada por William Adama y, de repente, tener delante el caza que yo observaba obnubilado de niño durante los veranos, me hizo interiorizar mejor la máxima central de la obra del escritor veracruzano, «todo está en todas las cosas». Además, desde luego, de conectarme internamente con los tiempos libres e infinitos que habían permitido que cerrara un círculo vital que ni siquiera me había planteado concluir, rindiéndome ante el flujo incontenible de la vida y su carácter abierto a todo tipo de revelaciones y sorpresas.

Por supuesto, apunté en mi agenda la nueva versión de esta serie y en cuanto me ha sido posible, la he visto. La terminé de contemplar ayer y confío hacer próximamente un nuevo avería sobre ella si es que no acaece antes una catástrofe. Lo que, visto el rumbo que llevamos como humanidad, no debería sorprendernos. Pero ruego a dios que no suceda dado que aún no hemos desarrollado la tecnología suficiente para surcar el espacio como hacían los personajes de Galactica. Un producto televisivo nacido cuando ya se había pasado la época del flower power y las drogas duras, el escapismo y el consumismo comenzaban a convertirse en los paraísos artificiales más transitados. Una cápsula falaz de la que Occidente no salió hasta la caída de las torres gemelas. Un atentado que, en el fondo, puede que no sea más que una advertencia de de que tal vez, algún día, no tendremos otra posibilidad que recorrer las estrellas para salvarnos como humanidad. Shalam

ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك

Acaso sea una pena ser viejo, pero lo cierto es que no lo es todo el que quiere

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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