Ilegales eran los perros del rock español pero, eso sí, no ladraban, mordían. Sus canciones eran directos frontales en la mandíbula de los «progres» y las clases acomodadas. No ha habido un ángel más destructor y aniquilador dentro del pop español para los socialdemócratas y los hippies que Jorge Martínez. Un hombre que demostró que el punk era más una actitud, una forma de ser y estar que un título entregado por crecer en paupérrimas condiciones sociales.
Jorge Martínez era un hombre enamorado de su linaje. Descendiente de militares y fascinado por su herencia medieval, se convirtió contra todo pronóstico en un gladiador del rock. Un ácrata provocador que únicamente creía en sí mismo y era capaz de convertir cada una de sus actuaciones en un fusilamiento. Un acontecimiento explosivo parecido a una guerra. Ilegales, de hecho, fue un grupo que siempre estuvo instalado en una trinchera. No era posible agruparlo ni identificarlo con ninguna tribu. ¿Cómo podía eso ser posible si su discografía se encuentra llena de pasodobles punk y la fiereza de su música contrastaba con una imagen peligrosa con cierto regusto señorial y burgués?
Jorge Martínez era una metáfora viva de la locura. Del desquicie intelectual y la originalidad destructiva. En sus tiempos mozos, follaba como una bestia, iba a todas partes con un palo de hockey, se liaba a ostias sin pensarlo con quien le mantuviera la mirada más de un segundo y lo mismo se reía de los votantes del PSOE que de los franquistas. Con la misma naturalidad, rebuznaba en un salón de lujo que en medio de un recital violento lleno de drogas y alcohol y le hacía un corte de mangas a los comunistas en pleno 1 de mayo que se meaba en la estatua de Franco.
Nadie hasta día de hoy se ha atrevido a entonar un cántico homenajeando el clásico saludo al führer alemán –«¡Heil Hitler!»– y, en vez de ser censurado o tachado de extremista, ha sido coreado por multitudes que aborrecen cualquier referencia al régimen nazi. Y no sé si alguien se ha plantado delante del público y ha empezado a cantar «Eres una puta» como quien tatarea «Love me do» el día de los enamorados a su novia en un parque infantil.
Jorge Martínez es el coronel Kurtz del pop español. Alguien que ha estado en el infierno cientos de veces, ha olido el miedo y oteado el horror de nuestro mundo y ha sobrevivido como un salvaje entonando canciones llenos de ira y odio. Pero, a sus vez, extrañamente líricas. Inundadas la mayoría de ellas de unos granos de feroz poesía que les conferían cierta nostalgia que las hacía sumamente atractivas. De hecho, si tuviera que definir el estilo de Ilegales, lo haría con este calificativo: punk lírico o melancólico. Una mezcla extraña y peligrosa entre The Kinks y Sex Pistols. Entre la marihuana y la cocaína, la cerveza y el vodka, el pulso fascista y el iconoclasta, y la barbarie y la lucidez extremas.
Ilegales fueron, a su manera, visionarios. Un grupo surgido en los 80 que hablaba directamente a los ciudadanos del siglo XXI y compuso canciones que han marcado el ritmo de los acontecimientos. Testimoniaron en su momento, disturbios, violentas luchas obreras, la decadencia europea, la soledad al otro lado de los muros y el impulso nihilista occidental. Y su inquietante mensaje se encuentra probablemente hoy en día más vigente que nunca.
Sus textos no eran, en cualquier caso, fáciles de entender. Eran sumamente sugerentes. Llenos de imágenes cortantes y frágiles que sobrevolaban su tiempo y diagnosticaban con suma inteligencia los cánceres sociales. Jorge Martínez ha podido encarnar perfectamente al típico psyco killer moderno o jugado hasta casi convertirse en una caricatura, con su imagen de borracho endemoniado, pero su cerebro ha dado luz algunas de las letras más clarividentes y misteriosas del pop español. Ha hablado de muros, suicidios, guerras, violaciones y traiciones con una elegancia y visceralidad absolutamente inusuales. Más propias de un pistolero que de un artista.
Ilegales fueron (y aún son) un eructo elegante. Poesía surgida de la destrucción. Un grupo demente capaz de destrozar con un solo riff de guitarra y unos pocos versos, el prestigio cimentado pacientemente durante años por cualquier persona. Y lo cierto es que, a pesar de su gran éxito inicial y el respeto incondicional que se ganaron con el paso del tiempo, nunca dejaron de reírse de sí mismos. Siempre fueron conscientes de que su misión era ser un puñetazo en el hígado de la sociedad española. Un grito de odio contra el acomodado e hipócrita mundo artístico en el que nunca, afortunadamente, encajaron del todo. Siempre fueron vistos más como delincuentes o cuatreros que como músicos. Y en muy pocos casos, fueron valorados en su justa medida. Algo que nunca pareció importarles demasiado pues, en el fondo, se sentían bien en el lodo. Eran bestias felices de sobrevivir y entonar sus himnos de combate entre la tormenta y el barro. Shalam
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