Ayer leí La lluvia amarilla de Julio Llamazares. Un gran libro. Honesto y verdadero ante el que no hay demasiadas palabras que añadir. Cuando uno siente el arte frente a sí, el talento y la piel del escritor en cada una de las líneas escritas y escucha y se deja mecer por una historia inmemorial extraída del inconsciente de la raza humana, no puede más que expresar su gratitud y en cierto modo, hacer un silencio reverencial para no estropear con palabras lo que está magníficamente expresado en la novela.
Hace poco volví a ver la trilogía realizada por Coppola a la memoria de la mafia y los Corleone y tuve la misma sensación. La imposibilidad de añadir nada más a lo que, en este caso, había transmitido el cineasta italoamericano. La sensación de que decir una palabra más o menos no añadiría ni restaría nada en absoluto a lo recién contemplado y que en resumen, el silencio agradecido era la expresión más sensata y probablemente cabal.
Aunque parezca mentira no había leído ningún texto de Llamazares hasta ahora -sólo algunos artículos en los periódicos- por más que un libro suyo me influyó mucho en una etapa de mi vida. Ya que conocí la provincia Trás-os-montes gracias al libro de homónimo nombre que publicó a finales del pasado siglo. Alfonso García Villalba me habló de este texto una mañana, indicándome que en sus páginas el escritor gallego hacía alusión a una de las regiones, junto a la Sicilia, más agrestes y arcaicas de Europa y desde entonces, sin necesidad de leer el libro ni saber nada más (muchos de mis más grandes viajes han sido raptos instintivos) se convirtió en una especie de obsesión visitar aquellos parajes en donde viví una hermosa experiencia meses después. Lo que me hace pensar que, de alguna forma, -por alguna especie de ardid secreto- ya estaba predestinado a congeniar con su arte y ser cómplice de su escritura.
He sentido envidia (y por supuesto que también una gran admiración y una tranquilidad directamente proporcionales a la grandeza de la novela leída) leyendo La lluvia amarilla. Algo que me sucede con pocos escritores. Escasísimos. Y no me extrañaría que finalmente me decidiera a samplear (o robar) algunas de sus frases para darle más contenido, fuerza telúrica y enjundia a ciertas descripciones de Ruido que no me acaban de convencer.
Sí. Es cierto me gustaría tener el talento para escribir algunos de sus párrafos que posee Llamazares y haber escrito varios de ellos. Haber creado ese magnífico texto cuyo misterio no decrece sino que aumenta y aumenta hasta su repetitivo, mítico, circular final. Un agujero negro eterno que no sólo alude a un país, una región, una estirpe o una raza sino en cierto modo, a la humanidad al hacer comparecer muertos, vivos y animales en un aquelarre rulfiano que va más allá, mucho más allá del costumbrismo y tremendismo hispánicos. Porque Llamazares, sí, bebe en Juan Benet y Camilo José Cela pero para trascenderlos y reapropiárselos con la ayuda del paisaje montañoso y la respiración de los montes, de la tradición literaria gallega, la magia de los bosques y una visceralidad feroz que le permite revolcarse en la angustia y la soledad del campo, los pueblos perdidos y esas almas en pena a las que por lo general no prestamos atención. Conduciéndolos a una dimensión en la que no son ellos quienes hablan sino el tiempo y las piedras. Fantasmas que cuentan una historia que, por más años que pasen, siempre alguien volverá a leer porque está realizada escuchando al inconsciente del mundo. En el ombligo de la tierra. En ese límite difícil de distinguir e imposible de describir en el que vida y muerte se unen por un instante antes de proseguir cada una su propio camino. Shalam
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