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Leopardi

Nov 15, 2019 | 0 Comentarios

Nadie ha sido más triste y melancólico que Giacomo Leopardi. Nadie ha transmitido mejor hasta dónde puede llegar a estar y sentirse sola un alma. Un espíritu encerrado en un castillo de libros e ideas cuya armonía y belleza no lograron eclipsar sus enormes carencias vitales. Sus profundos anhelos de amar o sus deseos de experimentar alegría. Pasear por bosques floridos de la mano de una mujer de carne y hueso.

El romanticismo de Leopardi no era una pose. Era verdad. Era real. No era un aliento estético sino una imposición existencial debido a sus defectos físicos, su nula vida amorosa y vivir bajo el yugo de una madre impositiva. Una señora imbuida por la religión con maneras de bruja de cuento de los Grimm que convirtió su hogar en una cárcel y el día a día en una vía de sufrimiento de la que el poeta y ensayista italiano sólo encontró la manera de redimirse y trascender a través de la escritura. Una literatura que rendía tributo a los modelos clásicos y deseaba medir y homenajear a los grandes poetas del pasado que se transformó en intensamente romántica porque, a pesar del respeto y devoción por la tradición de Leopardi, en cada uno de los versos y líneas que escribió se encontraban grabados sus sufrimientos. Podían intuirse y olfatear sus inmensas penas. Sus remordimientos, su culpa y, sobre todo, esa tremenda soledad que lo convirtió en prototípico modelo de poeta incomprendido y ermitaño. En efigie y símbolo de toda una época que advirtió, sin ser consciente de ello, del advenimiento de los vientos modernos. De los tortuosos temporales que convertirían la poesía en un puñal sombrío y vertiginoso a medida que las ciudades crecían y se convertían en malignos paraísos.

Leopardi es el gran neurótico de la literatura. El eterno hombre triste. Tanto que siempre he pensado que Mújica Laínez pudo inspirarse levemente en su vida para componer su excelso retrato del contrahecho duque Pier Francesco Orsini y resulta difícil evitar los tópico más manidos al mencionar su nombre. Basta de hecho recitar uno de sus poemas con cualquiera de los nocturnos de Chopin de fondo para adentrarse en los horrores del kitsch más recargado y lóbrego. Porque su pesarosa vida tal vez ha superado a su propia literatura. A libros que apenas nadie lee (y yo tuve la fortuna de conocer gracias a Eloy Sánchez Rosillo). Probablemente porque, como ocurre con la de Chateubriand, la obra de Leopardi no responde a todo aquello que quisieran que fuera los que se acercan a ella buscando lamentos y tristezas. Esos desbordados sentimientos románticos. Pero tampoco responde lógicamente a la de un alma ilustrada. A alguien que cree que la cultura puede y debe modelar el mundo pues para Leopardi la literatura es también tabla de salvación de los ahogados. Y se encuentra por tanto a mitad de camino de varios rumbos. Otea la decadencia de moderna y apunta directamente a la llegada de los héroes sin atributos del futuro pero, a la vez, se refugia en los tratados del clasicismo para interpretar la realidad. Utiliza la cultura como arma defensiva y no como puñal asesino, tal y como harán los malditos.

Existe un Leopardi que pugna por recitar junto a Ovidio, Petrarca y Dante en un Parnaso imaginario pero también otro que merodea el abismo. Que escribe durante el crepúsculo y otea la caída de los viejos dioses. Entre estas dos máscaras probablemente se encuentra el verdadero. Un hombre ahogado existencialmente que halló en la literatura un medio de supervivencia y, sobre todo, transmitió una inmensa soledad. Una soledad tan grande que ha continuado resonando en el tiempo atravesando los ensayos y poemas que dejó transcritos. Influenciándolos de tal modo que, vistos al trasluz actual, más parecen llantos y peticiones de auxilio al porvenir que cánticos o reflexiones más o menos logradas sobre un tema u otro. Shalam

         ¡اللأسف أن شرب الماء ليس خطيئة! كيف جيدة وأود أن أعرف بعد ذل!

          ¡Qué pena que beber agua no sea un pecado! ¡Qué bien sabría entonces!

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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